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esde el viernes pasado la sede de la rectoría en Ciudad Universitaria está en poder de un grupo de inconformes con la propuesta reforma del plan de estudios del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) y con la expulsión de cinco estudiantes del plantel Naucalpan de ese sistema de bachillerato. Ya en febrero pasado, en ese campus los dos asuntos habían dado pie a incidentes violentos y posteriormente a una toma de las oficinas generales del CCH que duró 14 días, en la sede principal de la UNAM en esta capital.
Aunque las autoridades universitarias han mantenido la disposición al diálogo con los inconformes, éstos han optado por recurrir a formas de presión que, a la luz de sus propias demandas, carecen de justificación y de sentido, habida cuenta de que las expulsiones de los cinco jóvenes del CCH Naucalpan han sido derivadas a los canales institucionales de la máxima casa de estudios y la reforma al plan de estudios mereció la instalación de una mesa de diálogo.
En cuanto al rechazo a la privatización de la educación en México –enarbolado por los inconformes como una de sus banderas–, es claro que las tendencias en favor de la privatización se ven fortalecidas por acciones como las tomas injustificadas de instalaciones y la confusión –que pareciera deliberada– entre el espíritu universitario y prácticas porriles como las que han venido empleando los descontentos del CCH Naucalpan.
En la circunstancia nacional actual, la UNAM es una de las pocas instituciones que se mantienen leales a su espíritu fundacional y que operan en la forma debida; en tal situación, los amagos injustificados en contra de sus autoridades y dependencias fortalece objetivamente los intereses que, desde los poderes públicos o empresariales, desean el deterioro, si no es que el desmantelamiento, de la máxima casa de estudios a fin de ampliar el espacio de los negocios educativos privados.
En la historia de la principal universidad pública del país hay episodios en los que expresiones pretendidamente radicales, mediante acciones de fuerza, causaron severos daños institucionales a la UNAM, interrumpieron rectorados progresistas y sensibles y prestaron, de esa forma, valiosos servicios a las tendencias autoritarias, represivas y sórdidas del poder.
Es deseable, en consecuencia, que quienes se mantienen en la rectoría de la UNAM hagan conciencia de lo improcedente y contraproducente de tal medida de presión y se pregunten quiénes son los beneficiarios reales de esa clase de acciones. El diálogo y el entendimiento deben prevalecer en el campus, pero sin violentar el funcionamiento de la Universidad.
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