Octavio Rodríguez Araujo
C
uando lo conocí él y Lilia eran novios. Lilia era mi amiga entrañable de varios años antes, pero pronto me conecté con Chema también. ¡Qué pareja! Ambos vitales como pocos, a veces salían de mi casa a las 6 o 7 de la mañana después de conversar, discutir, oír música y en ocasiones hasta llorar. No puedo olvidar aquellos años, y menos ahora que Lilia carga la piedra del sufrimiento por la ausencia de su pareja de tanto tiempo, insuficiente como quiera que sea. El tiempo con el ser amado siempre es corto.
Los dos colaboraron conmigo en la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, ella con su energía inagotable y su amplio conocimiento de idiomas (yo soy monolingüe) necesarios para el desarrollo de nuestro trabajo en el ámbito internacional, él con su famoso seminario Literatura y Sociedad en Austria, que impartió de 1982 a 1983, y del que salió años después su erudito libro El imperio perdido. Verlos a los dos era un regalo de viento fresco y a la vez de densidad intelectual. La memoria de Chema me apantallaba siempre y lograba ponerme verde de envidia, envidia de la buena, pues además hacía de nuestras conversaciones una delicia que yo pensaba que se había acabado con los tiempos de la vieja bohemia parisina o vienesa de principios de ese siglo que, como todo, acabó con el nacimiento de éste.
Íbamos a muchos lados juntos, a casa de sus amigos y de los míos, y los Pérez, como les decía de cariño, caían en blandito en las casas de mis amigos más izquierdosos y de otros más moderados. Tenían, como pareja e individualmente, la cualidad de generar empatía con todos, hasta con los sectarios y los necios (perdón por la redundancia) que nunca faltan en una reunión. En su casa, que no siempre fue en el mismo domicilio, pasábamos veladas muy plenas con amigos comunes o con amigos de ellos que ahí conocí. Chema tenía una cualidad (o defecto, según como se vea): no beber una gota de alcohol y era asombrosa su capacidad para aguantar a quienes se les pasaban las copas: los trataba con el mismo respeto que si estuvieran sobrios y lúcidos. Yo, que bebo ocasionalmente, no tengo la misma paciencia. Pero él era más sabio que yo, sin duda.
El tiempo y nuestras diferentes ocupaciones nos distanciaron un poco; sin embargo, no hubo escrito de él que yo no leyera, frecuentemente con admiración. Curiosamente López Obrador nos volvió a reunir en diversos sitios, incluyendo su casa con Lilia y sus hijos en Coyoacán. Nunca supe cómo es que nació su gran amistad con Andrés Manuel, y nunca les pregunté, ni a él, ni a Lilia ni al mismo López Obrador. Pero era obvio que esa amistad era de lazos fuertes, Andrés lo dijo muchas veces y hasta votó por él en las elecciones pasadas. Así lo dijo.
Su trayecto del mundito de la revista Nexos (que nunca dejó, aunque ésta cambió por comparación con sus orígenes) a la izquierda lopezobradorista escapa a mi conocimiento, aunque sé que los caminos se entreveran a veces de maneras muy curiosas. Dicho acercamiento se dio cuando yo ya no vivía en la ciudad de México y cuando nuestros encuentros del pasado eran más espaciados después. Tal vez la ubicuidad de Chema se haya debido a su portentosa facilidad para hacer amigos (nunca le conocí un enemigo o alguien que hablara mal de él), cualidad derivada, pienso, de su enorme cultura que lo hacía no sólo un gran conversador, sino un hombre del que algo aprendíamos siempre. Pero, además, porque era un culto simpático, galardón del que no pueden presumir todos los cultos que conozco. Y, además, porque con Lilia, desbordante de simpatía y cariño, su transcurso por la vida era más fácil. Me quito el sombrero ante ella, que ahora tendrá que ser más fuerte de lo que ha sido.
No quiero imaginarme lo que sufrieron Chema y su familia al ver que sus cualidades más apreciadas iban deteriorándose por ataques de su naturaleza intrínseca. Sé que todos con la edad perdemos salud y fortaleza (y a menudo inteligencia), pero nadie quiere sufrir el término de la vida, y menos si éste se da poco a poco y no de un saludable infarto mientras dormimos plácidamente. Chema luchó por vivir, me consta porque lo vi intentándolo rodeado de amor y amistad, pero lo que llevamos dentro de nuestro maravilloso mecanismo corporal no siempre funciona como quisiéramos. Somos frágiles, por lo que concluyo pensando que vivir es una proeza. Y vivir excepcionalmente, como lo hizo Chema prodigando su amistad y su inteligencia, debe ser más difícil. Por lo que era y lo que nos dio, mi agradecimiento y mi recuerdo más sentido. A Lilia le deseo fortaleza por su gran pérdida.
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