Luis Linares Zapata
J
osé María Pérez Gay, el amigo querido de una larga vida fue un esforzado receptáculo de incontables y arraigados miedos. Fue, a vista del vasto mundo que lo rodeó, un miedoso que nunca pretendió disfrazar tal condición. Mantuvo, frente a esos demonios, un aguerrido y permanente pleito vital. Los sufrió y los llevó hasta con la galanura de un ágil bailarín de tap, oficio que siempre soñó ejecutar. Le dieron distintivo propio, inimitable y, en ocasiones, incomprendido. Con seguridad, sus miedos fueron un acicate básico a sus trabajos creativos. Al enfrentarlos, dio forma y sustancia a la obra que levantó para bien de muchos. Pero, al mismo tiempo, el acoso le sirvió de trampolín para sus variadas aventuras amorosas, filiales, políticas, filosóficas o literarias.
El jovencito merodeador de la colonia Condesa, que no se atrevía a ir más allá de las tres o cuatro cuadras alrededor del parque España, de pronto, dio un brinco inmenso: se largó, con todas sus miserias a cuestas, hasta una Alemania ignota. No tenía, siquiera, el debido atuendo para la gélida intemperie germana. Menos aún había entrenado el oído para asimilar los ruidos de la calle de un Munich indiferente a sus requiebros. Hacia allá, a trompicones y cornetazos de mariachis defeños, se embarcó Pérez con sus inquietudes y tribulaciones a cuestas. Y por esos rumbos permaneció durante 15 largos y fértiles años de aprendizaje a mata caballo. El indefenso Chemade variadas anécdotas, contrarió los pronósticos de retorno sin gloria. El tamaño y peso de sus miedos ciertamente lo auguraban. No sólo se doctoró en filosofía y germanística, sino que asimiló la compleja, vasta y sutil cultura de aquel mundo como pocos alemanes logran hacerlo, según contó Safransky, el ahora renombrado filosofo del mal, su compañero de estudios. Regresó, con sus penas y dichas ya bien amasadas, luciendo, con humildad y donaire, todo un bagaje de historias documentadas, pormenores políticos con ribetes diplomáticos, amores contrariados o los sabotajes a las rebeldías sesentayocheras de sus contemporáneos berlineses.
José María supo renovar, tanto como le fue posible, el calor de hogar que, para él, tuvo siempre un aroma materno. Su madre, (Santa Alicia de las mudanzas) fue, paraChema, el rescoldo a sus pesares, la curandera de sus tribulaciones e inseguridades. Cadereyta, (calle donde habitaba su familia) se tornó referente para su localización en los casos de sus (muchos) extravíos. Mujer de atenta mirada y dulce rostro doña Alicia mitigó las ríspidas rivalidades de Pérez con su figura paterna. Con el tiempo le posibilitó una completa asimilación que recaló en formas literarias de su íntima propiedad.
Pero hubo otros miedos que no lo abandonaron en toda su vida. La oscuridad lo espantaba hasta la inmovilidad. La noche y el sueño fueron, para él, pasaporte a lo desconocido. Dormir se igualaba con la pérdida de la conciencia y ahí se agazapaba el fin, la muerte, la nada. Los insomnios, por tanto, le fueron conocidos. La búsqueda de curas para tales males la encontró Chema en sus indagaciones sobre las honduras perversas del ser humano, en las plagas recurrentes de enteras civilizaciones. Para José María, la historia europea, por ejemplo, mucho tiene de criminal. Su capacidad para forjar atrocidades no ha tenido límites. Ningún otro pueblo, incluido el chino, los ha superado en estos trágicos menesteres. Por eso estudió, con ahínco y perseverancia, las cruzadas de la llamada cristiandad. Las vio como crueles matanzas por el poder y los negocios de perversos iluminados. Se inició con sus averiguaciones sobre los cataros, una comunidad del medievo que fue exterminada con ferocidad. Habitaron el sur de Francia y fueron erradicados, con saña inaudita, por ejércitos de reyezuelos insuflados de ignorantes fetichismos religiosos. Pérez los incluyó como un pasaje de su primera novela para vergüenza de los franceses que, pocos, muy pocos, saben de ese su infausto pasado genocida. Chema el investigador continuó escarbando en estas horrendas vicisitudes de la historia del hombre como si fueran sesiones terapéuticas, curas a sus temores. El Holocausto judío lo sintió en carne propia al recorrer los hornos crematorios y las barracas de Auschwitz. Kampuchea, y sus campos de muerte, la descubrió casi tan pronto como llegaron al poder los Khmer Rouge. Insistía Pérez en la responsabilidad, nunca asumida, por los profesores franceses de Pol Pot. Algo pasó durante sus estudios en la Sorbona que lo incubaron los gérmenes de su salvaje trayectoria. Chema dio repetidas voces de alarma apuntando, en especial, sobre los niños asesinos. Y siguió y siguió explorando Pérez en esas deformaciones brutales de pueblos enteros y sus tiranos paranoicos. Las purgas de Stalin, el genocidio de Ruanda, la diáspora armenia forzada por los turcos y, después, el rosario de catástrofes humanitarias del Cáucaso y anexas, le exprimieron a Pérez la tranquilidad de conciencia. El recuento que hizo de esos fenómenos quedó documentado en narraciones estupendas, ambientadas con esquicitos detalles de viajero constante.
Pero la delicada, precisa prosa de Pérez Gay, ya muy reconocida, llega a sus más depuradas alturas cuando se adentra en la poesía de algunos personajes de corte trágico. En la del austriaco Paul Celan, Pérez Gay se encuentra en su mejor versión como escritor de gran aliento. Sus traducciones no son simples traslapes de idiomas, sino que su dominio del alemán y el español le posibilita recrear las imágenes contenidas en esos pequeños sarcófagos que son las palabras de ambos idiomas. La densa, oscura poesía de Celan la desgrana Pérez en un español delicado, transparente, preciso. El suicidio de Celan, como el de ese otro austriaco, también judío, Joseph Roth, novelista muy estudiado por Pérez en su clásico El imperio perdido, le sirve para afirmar, por contraste, su decidido apego a la vida. Y a este propósito vital se aferró Chema hasta su doloroso final. El miedo a la muerte, superado por el deseo de vida, permitió a Pérez Gay soportar su prolongada agonía con arrestos renovados cada día.
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