Luis Linares Zapata
L
a discusión sobre el futuro de la nación y su vehículo energético se entroniza en el espacio público con feroz paso. El ruido y los zangoloteos desatados desde Los Pinos con su campaña de propaganda son mayúsculos, tal como era de esperar en este rejuego de grandes intereses. Cuando se asiente la polvareda, pocos de los demás asuntos nacionales, que por ahora aquejan al país, quedarán intocados. En la disputa están enfrentadas, una vez más, las mismas tendencias que han venido conformando y deformando el desarrollo. Una es aquella que concibe lo externo como el agente redentor de todos los entuertos. Las masivas inversiones, tan esperadas, tan deseadas y salvadoras (pero ciertamente tan elusivas) vendrán en tropel acompañadas de excelsa tecnología (promete E. Lozoya). Aquí, y sólo bajo ciertas condiciones propicias, se podrán asociar con los agentes privados locales. Ambos factores llevan inscritas, según esta entreguista versión, honestas intenciones constructivas. La otra vertiente del ánimo nacional apunta su brújula hacia las propias capacidades para edificar la parte sustantiva del desarrollo nacional. Esta corriente, por ahora al menos, se aparece como minúscula y desorganizada pero lleva con orgullo un hálito justiciero y solidario. Es una fuerza que hoy luce atrincherada en unos cuantos reductos populares, por cierto poco apreciados en los círculos de élite. Entre estos dos polos, en conflicto permanente, se encuentra el resto de una sociedad harto distraída, poco consciente de lo que le aguarda un tanto más allá de las propuestas reformas energéticas en curso legislativo.
Pero, ¿qué hay detrás de todo el alboroto desatado? En un primer acercamiento se nota de inmediato escasa racionalidad y el ligero peso argumental que, en sus alegatos radiotelevisivos y preámbulos partidistas, presentan los reformadores, a sí mismos calificados como modernizadores. Los diagnósticos de la industria energética caen en insondables vacíos estratégicos (exportar crudo o gas) y endebles soliloquios históricos (Cárdenas). Algunas veces se habla de la tragedia petrolera y para sostenerla desgranan cifras caóticas y razones inconexas, fruto de la lógica perversa impuesta desde los tiempos del priísmo neoliberal (P. J. Coldwell) No contextualizan ni reparan en hechos contundentes del pasado cuando la empresa (Pemex), hoy calificada de intoxicada, a pesar de corruptelas, expoliaciones fiscales y malas decisiones, ha sido el cimiento de la hacienda pública. Tampoco se narra su actuación como basamento de eso que fue llamado
el milagro mexicano. Sin Pemex y sus capacidades productivas poco sería lo rescatable del resto de ese milagro industrializador ya olvidado. Pemex desempeñó tal papel cuando era varias veces más chica que el monstruo actual que bombeó, innecesariamente, más de 3 millones de barriles diarios de crudo. El daño estructural a Cantarell se debe a esas prisas y locuras. Esa Pemex que, en tiempos idos y después de múltiples avatares, llegó a formar un enorme complejo petrolífero y petroquímico de primer orden mundial. Y todo eso con medios propios, con el talento y las capacidades de acá mesmo.
Sin mediar sustancias y pesos en las ideas, con cinismo rampante, con miedos y dudas de la legitimidad de su propuesta, el oficialismo recurre a toda suerte de artilugios. Unas veces aparecen priístas encumbrados para sonar las maracas de su dudoso arrojo callejero disponible. En otras ocasiones retacan las pantallas televisoras con espots para lanzar, con destemplados alaridos, al México del sí se puede a una inerte aventura, de visual y auditiva torpeza. Tal parece que la seria disputa por la nación se reduce a dimes y diretes cuando, en realidad, casi todo, incluyendo el futuro, está en riesgo. El poder quiere reducir el mismo proyecto nacional a una cuestión de votos legislativos, ya asegurados de antemano. Incluso inducen encuestas falsas para mostrar la aquiescencia popular a la privatización. El hecho social, contundente, va, precisamente, en sentido contrario: más de dos tercios de los mexicanos no quieren la cesión de la renta petrolera al capital privado, menos aún al extranjero. Y esa es, ciertamente, la verdad que se quiere disfrazar con una retórica medrosa, abusiva y mentirosa.
El Ejecutivo federal será, según la propuesta oficial, el depositario del poder decisorio en cuanto a las negociaciones y contratos. Frente a él aparecen, con fiera transparencia, las grandes petroleras trasnacionales. Esos poderes capaces de doblegar al que se le oponga a sus designios. Serán esas potestades las que entrarán por la puerta de los declarados contratos de utilidades compartidas, una simple aldaba para, después, compartir producción y otorgar concesiones. La andanada de apoyos a la reforma oficial que se ha desatado en los medios afines a los centros de poder central manifiesta, con claridad meridiana, sus pretensiones de dominio y control. Sólo hace falta una hojeada a las páginas del Wall Street Journal para darse cuenta de ello. Después de esa votación camaral, ya bien manoseada, nada será igual en este país.
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