Adolfo Sánchez Rebolledo
R
ebuscando entre mis viejos papeles doy con un breve texto leído en una mesa redonda sobre La literatura y el movimiento de 1968, realizada poco antes de cumplirse 30 años de los trágicos hechos del 2 de octubre en Tlatelolco. Todavía en ese tiempo, la visión de lo que había ocurrido estaba opacada por el silencio oficial, que es la máscara preferida de la impunidad. Pero la terquedad de los testigos, la resistencia a la mentira y, por consiguiente, el valor moral y cívico de la mayoría de la generación del 68, como la denomina Raúl Álvarez Garín, impidió que el olvido sepultara el recuerdo de los hechos trágicos, reivindicando las lecciones históricas de aquel movimiento de masas que vino a marcar un hito de nuestra convivencia.
Que eso fuera posible se debió, entre muchos factores, a los
libros del 68y, en particular, a los que fijaron la memoria colectiva y la nombraron para siempre, desentrañando los episodios más oscuros, como la misma matanza del 2 de octubre, en que atribuían a las víctimas las responsabilidades de los victimarios. Entiendo que sería largo (aunque no inútil) enumerar la ya riquísima lista de estudios, testimonios y recopilaciones que dan cuenta de lo ocurrido en ese
año axial, que dijera Octavio Paz, dar cuenta de las abundantes interpretaciones dadas a la historia y las conclusiones extraídas por acuciosos investigadores sobre el significado más profundo del movimiento, volver a las publicaciones periódicas que intentaron mantener viva la disidencia, es decir, asumir a plenitud la actualidad del movimiento en su despliegue (y no sólo su desenlace brutal) como fuente desencadenadora del cambio democrático en México, con todos sus matices y derivaciones. Sin duda el 68 aún marca nuestro presente en la medida que el ciclo democrático, no obstante los lentos avances registrados en algunos campos, extendiendo las libertades públicas y otros derechos, no ha terminado de crear una nueva relación entre sociedad y Estado regida por principios de equidad y justicia capaces de revertir la desoladora desigualdad en la que sobrevivimos como país.
En 1998, es decir, anteayer, la verdad del 68 aún tenía enemigos temibles dispuestos a no dejar que ésta se hiciera pública. Con la finalidad de proteger a los mandatarios responsables se cerraron archivos o se manipularon procesos. Pero nada pudo silenciar la obra de los modernos tlacuilos que grabaron a sangre y fuego las razones de las víctimas. Sin embargo, en el texto que he citado, aún echaba de menos la aparición de
la gran novela del 68. Y decía: Revueltas nos dejó algunos textos magistrales escritos durante el movimiento y luego en y sobre la cárcel, su viejo y conocido infierno, pero no pudo o no tuvo tiempo de escribir la novela del 68. Muchos escritores se asomaron a las ventanas del 68 para ubicar en ese tiempo la ficción, pero la realidad, asumida como recuerdo colectivo, como memoria oral, que se rehace a fuer de repetirse para vencer al olvido, es aún más fuerte, mucho más fuerte y poderosa que nuestra memoria literaria. Es curioso, pero el mundo del poder (donde se tomaron las decisiones) apenas si ocupa lugar alguno en la narración. Los personajes del campo oficial son todos grotescos, figuras esperpénticas, pero de una calidad infinitamente gris, ínfima. En ellos, la realidad abusa de la caricatura. Su presencia en los hechos que llevan a la tragedia carece de densidad; son inasibles, apenas burocráticos. La memoria les pasó por encima, los borró y en el lugar, leve, sólo se escucha el himno a la dignidad que no fue clausurada en Tlatelolco. ¿Alguien imagina a los diputados que pretendieron ahogar a Barros Sierra como personajes de reparto de un drama medianamente creíble? Será preciso mucho talento para darles vida sin desvanecerlos por completo.
Por eso la gran literatura del 68 –me planteaba– está en otro lado; en la poesía, subrayo en la poesía y también en la crónica. Elena Poniatowska concibió el gran mural del 2 de octubre, dándole la palabra a los participantes con nombre y apellido, lo cual permitió mantener fresco el relato hasta nuestros días. Luis González de Alba nos contó el 68 desde adentro (literalmente desde la prisión de Lecumberri), la saga de los estudiantes. Y, sobre todo, las grandes narraciones de Carlos Monsiváis reunidas en el libro Días de guardar nos ofrecen
con la fuerza original de la palabra el relato fundador. Si puede hablarse seriamente de algo semejante al
espíritu del 68, éste debe buscarse en esos relatos, escritos y publicados durante los acontecimientos.
Monsiváis fija definitivamente los grandes trazos de ese mundo nuevo que nace bajo las banderas de la protesta estudiantil. Hurga en sus raíces, en el entorno mitificador y a la vez petrificado del Estado revolucionario, en la ideología y los valores, en una palabra, en la cultura nacional y sus entonces referentes obligados. En esos textos aparecen, por vez primera, las señales de la nueva modernidad mexicana; allí están revelados los protagonistas primigenios de una época que se anuncia rompiendo tabúes, normas, viejas resistencias autoritarias.
La manifestación del rector es el gran vislumbre del movimiento estudiantil.
La manifestación sería democrática. Tal era el carácter del movimiento estudiantil y todo se ajustaba a ese designio. Monsiváis describe, recrea, pero sobre todo introduce al lector en un mundo que sólo puede comprenderse a la luz de las otras historias que en él concurren. La dialéctica entre la relación de los hechos y el pasado inmediato nos ofrece, al final, un cuadro que puede mirarse en muchos planos, sin concesiones simplificadoras ni ajustes autocomplacientes. Allí reconocemos a la izquierda quitándose la máscara de la solemnidad, a la derecha, a los líderes y los brigadistas estudiantiles, al rector, al cine y la tv,
los mediosestrenándose como supremos manipuladores, reducidos a la estatura de la prensa venial, pero sobre todo posan para ser descritas por el moderno Casasola-Monsiváis las nuevas imágenes: la asamblea, el provocador, el grillo, el acelerado, el brigadista, el liberal consecuente, el mártir. Gran mirada a la instantaneidad del paso de la historia. Leamos los libros del 68. ¡Dos de octubre no se olvida!
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