Bernardo Bátiz V.
C
on desconocimiento (y desprecio) de los principios fundamentales de la democracia y de la esencia de la división de poderes y del parlamentarismo, los políticos más representativos del sistema presumen que el presidente Enrique Peña Nieto es buen gobernante porque es negociador, construye consensos y ha logrado, dicen, que las reformas estructurales, detenidas por 12 años, finalmente han sido aprobadas.
Cuando declaran a los medios, legisladores de la cúpula o integrantes del equipo cercano al jefe del Ejecutivo, usan un lenguaje que descubre de inmediato su falta de convicción democrática. Para ellos sólo hay resultados, la “real politik”, la compra de voluntades, los arreglos, sin importar dónde y cómo se den éstos y sin medir las consecuencias en la economía y la felicidad del pueblo. Dicen, por ejemplo, que los dictámenes en las cámaras se atoran y se desatoran, no sí son positivos o benéficos a la colectividad, nada les importa el contenido de las leyes, sólo se interesan en encontrar mecanismos para sacarlas adelante tal y como se los encarga desde los más altos ámbitos del poder.
Hablan sin recato alguno de que esperan, como si los legisladores no tuvieran facultades de iniciativa, que el Ejecutivo envíe pronto los proyectos y entre ellos, olvidando que son pares, es decir iguales entre sí, se amenazan (si no obtienen resultados en sus comisiones) con acudir a la junta de coordinadores para que resuelva como
autoridadlas diferencias de criterio y, de hecho, están sometidos a ese ente que distribuye el presupuesto, confiere comisiones, autoriza viajes, decide la agenda, aprueba la lista de los que subirán a tribuna y, en pocas palabras, actúa como superior indiscutible del resto de los diputados y senadores; éstos en la práctica son sus subordinados y lo peor es que así se sienten, miden su éxito o su fracaso como integrantes del Poder Legislativo por su cercanía o lejanía con los personajes de la junta mencionada y por las canonjías personales que alcanzan.
Todo esto viene a cuento porque el proceso para lograr una Constitución para el Distrito Federal ya va por el mismo camino, unos pocos decidirán lo que debiera ser responsabilidad de todos, y el proyecto que finalmente se apruebe (o que ya esté aprobado) será el resultado de negociaciones sombrías y convenencieras y no de una confrontación de ideas a plena luz y con debate abierto.
El constitucionalista mexicano Felipe Tena Ramírez escribió en su obra Derecho Constitucional Mexicano que
el Parlamento es cortesía, tolerancia, discusión política, tradición, es pues, sistema exótico en regímenes de caudillaje.
En efecto, nuestro Poder Legislativo vive bajo un régimen de caudillaje; para que funcionara los parlamentarios deberían tener conciencia de su autonomía, ser dueños de su voz y de sus votos y convencidos de que son iguales y de que los cargos en las cámaras no dan ni superioridad a los que los desempeñan ni más peso a sus votos; principalmente, debieran tener muy claro en su conciencia que son representantes de la nación y no de su partido, ni de su gobernador, ni del presidente que es el poder al que constitucionalmente deben equilibrar y limitar.
La reforma sobre la Constitución del DF pudiera ser impulsada con sentido democrático, buscando el apoyo del pueblo, con dignidad y no con espíritu de sometimiento; los habitantes de la ciudad de México, estoy seguro, estarían dispuestos a participar y apoyar. Con toda razón organizaciones civiles diversas, activas y reconocidas en la capital del país, piden participar.
Para iniciar la corrección del procedimiento, el gobierno citadino tiene la gran oportunidad de escuchar a estos grupos sin esperar el proyecto oficial, abrir un amplio debate popular que le dará fuerza a él mismo y que mostrará que la ciudad de México merece una Constitución progresista, promotora de los derechos humanos y de la participación de todos en las grandes decisiones.
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