Elena Poniatowska
J
osé Luis Martínez se viste con mucho cuidado. Acomoda cada uno de sus cabellos hasta quedar perfectamente peinado. Como es el director no tiene por qué ser absolutamente puntual. Siempre hay un margen de espera para los funcionarios de primer orden. En la calle, fuera de su casa, le ordena a su chofer:
A Bellas Artes, como quién dice
A Palacio Nacionalo a
Los Pinoso de perdida a “L’Elysée”. En la avenida Hidalgo, entra por detrás del entrañable merengue blanco con ribetes dorados, atraviesa el inmenso escenario en medio de la utilería y los trastos de escenografía que datan de los tiempos de Celestino Gorostiza y sube a una oficina que lo prestigia, intimidante, amplia y hermosa. Desde su ventana, José Luis Martínez se asoma a la vida turbulenta de la avenida Juárez. También la ventana de Ruth Rivera Marín, jefa del departamento de Arquitectura tiene bonita vista como la de Horacio Flores Sánchez, el responsable de las artes pictóricas y escultóricas.
–A ver Lucita, ¿cuáles son las citas de hoy?
Abajo, en la sala principal ensaya la orquesta dirigida por Carlos Chávez a quien todos temen porque es capaz de pulverizarlos con los rayos divinos de su batuta.
La ícono de México, Amalia Hernández y sus fogosos y coloridos bailarines ensayan Sones de Michoacán hasta caer exhaustos. El vestuario es tan lujoso y tan caro que a los directores anteriores, a Miguel Álvarez Acosta, le ha sacado canas verdes, pero su ballet es el espectáculo más taquillero, el de mayor relumbre, el de las familias domingueras, el que consagra a Bellas Artes y el que viaja al mundo entero, el que seduce a la crítica extranjera con La danza del venado, la de los Matlachines y la de los Viejitos.
El gran tema es el del presupuesto para la Sinfónica Nacional, el presupuesto para la Compañía Nacional de Danza, el presupuesto para la Música y la Ópera, el presupuesto para las Artes Plásticas, el presupuesto que nunca alcanza, desde el 31 de diciembre de 1946, día en que el presidente Miguel Alemán creó por decreto el Instituto Nacional de Bellas Artes.
Bellas Artes es querendón, Bellas Artes abre las puertas, Bellas Artes impone con sus 17 murales y su fachada de diversos mármoles traídos de Europa. Si la Sala Principal de Bellas Artes es la mamá gallina, la Sala Manuel M. Ponce es su pollito. Esa nos ha tocado a todos, a Salvador Novo, a Carlos Monsiváis, a Carlos Fuentes, a Eduardo Lizalde, a Fernando del Paso, a Juan Bañuelos, a Ernesto Lumbreras y a Rosario Castellanos. A Don Gil de la Calzas Verdes, a Tirso de Molina, a Arthur Miller, a Seki Sano, a Octavio Paz, les toca la Sala Principal.
¡Cuántos triunfos los de Bellas Artes! ¡Cuántas exposiciones de Picasso, Orozco, Rivera, Tamayo, Siqueiros, González Camarena, Ángel Zárraga, Cuevas, Soriano, Louise Bourgeois! ¡Cuántas filas frente al Palacio para ver a Frida Kahlo! ¡Cuántas veces la Comédie Françaisedeleitó a un público vestido de gala! ¡Louis Jouvet, Jean Louis Barrault, Madeleine Renaud! ¡Cuántas actuaciones inolvidables como la de Pedro López Lagar! ¡Cuántas veces no atravesaron el escenario, Alicia Markova, Pina Bausch, Maurice Béjart y Alicia Alonso! Nureyev toleró los calores del trópico, el que provenía de las borrascas de nieve que le dieron la ligereza de sus copos. ¡Cuántas Traviatas, Madame Butterfly,Toscas y Normas con una María Callas, antes de Onassis y, por tanto, gorda! En esa ópera, la diva intercaló un Mi Bemol, el 23 de mayo de 1950, al final del segundo acto de Aída que pasó a la historia como
el agudo de México. Más tarde habrían de venir Luciano Pavarotti y Plácido Domingo, como puede confirmarlo Eduardo Lizalde. ¡Cuántos conciertos de Paul Hindermith, Igor Stravinsky, Darius Milhaud, Aaron Copland, el del Salón México; Claudio Arrau, Sergio Celibibache, de quien se enamoraban las ninfetas; Henrich Szering, el polaco que canjeó la vodka por el tequila; Pierre Monteux, quien estrenó El gallo de oro,de Rimsky Korsakov; el gigante Otto Klemper, Klemens Kraus, quien murió de un infarto después del concierto en su hotel mexicano; Eduardo Mata, el mejor director de orquesta que ha tenido nuestro país; gracias a él las nueve sinfonías de Gustav Mahler resonaron en Bellas Artes, Nathan Milstein, Arturo Rubinstein. ¡Cuántas veces sonó el violoncello de Rostropovich y el de Carlos Prieto! ¡Cuántas las voces de cantantes populares, Joan Manuel Serrat, Lola Beltrán y Juan Gabriel! Fernando Benítez se vanagloriaba de haber fracasado con su obraCristóbal Colón.
¡Pero fracasé en Bellas Artes!, se reivindicaba. Mi madre me contó que Margarita Urueta, a la sazón casada con el banquero Eduardo Villaseñor, montó una de sus obras en la sala principal y cuando un actor le dijo a otro:
¡Vamos a quedarnos aquí toda la noche!, la bóveda retumbó con un
¡Noooo!estentóreo del público. ¡Cuántas veces no me dijo mi mamá: “Vamos, te invito a Bellas Artes, me encanta el art déco” y subí la ancha escalera de mármol con el corazón en la garganta como ahora lo subo pensando en cuántos escalones faltarán!
Quisiera contarles una anécdota de Carlos Fuentes y Rita Macedo en Tonantzintla. Como ustedes saben, el Observatorio Astrofísico Óptico y Electrónico se encuentra frente a los dos volcanes, el Popo y su mujer la Iztaccíhuatl. Después de comer, Guillermo Haro invitó a la pareja a tomar el café frente al gran ventanal que daba a los volcanes:
–Mira, Fontacho, igualito al telón de Bellas Artes –le dijo Rita Macedo a su marido.
Para ella, la cortina de Tiffany’s de Bellas Artes era más real que el paisaje ante sus ojos. Para ella los verdaderos volcanes eran los del Palacio de Bellas Artes no los que se erguían en toda su majestad frente a nosotros. El arte suele trastocar la realidad y ganarle la partida. Quizá algún día, la guerra de España sea sólo el Guernica de Picasso y la Revolución Mexicana se quede para siempre aplanada en los murales de los Tres Grandes.
Bellas Artes consagra. Hablar, bailar, tocar, cantar o exponer en Bellas Artes es una consagración como lo es el velorio final, barómetro de la popularidad nacional y del honor que rinde el gobierno. De todos los homenajes póstumos, el mejor fue sin duda el de Gabriel García Márquez que cubrió el cielo con millones de mariposas de papel en recuerdo de Macondo. ¡Esos humildes trocitos de papel de china se abrieron en el cielo y con sus alas amarillas florearon a Gabo como él lo hizo con América Latina al escribir Cien años de soledad!, la novela que colocó a nuestro continente dentro del concierto de las naciones y convirtió a América Latina en un ícono del planeta llamado Tierra o Gaia o Gea o Pacha Mama.
Imposible contar hoy la petite histoire de Bellas Artes, la que le da sabor a la gran historia, la de las mínimas venganzas, las verdades sospechosas, las carreras de última hora, los desencuentros, las envidias, las mezquindades, las grandes alegrías y los desastres íntimos, las tragedias como la expulsión de México del escritor Andrés Iduarte porque permitió que los camaradas colocaran la bandera comunista sobre el féretro de Frida Kahlo el 13 de julio de 1954. En cambio sí puedo contarles, ya para terminar, que en los años 50, Pita Amor se paró junto al desnudo tamaño natural que le pintó Diego Rivera. El retrato no le hacía ningún favor. Parecía un charal color de rosa, los ojos casi en blanco, su rizo de Cupido peinado para atrás. Cuando el presidente Alemán se detuvo frente al cuadro, Pita tomó la palabra y le dijo con la misma voz fuerte con la que decía sus poemas:
–Señor presidente, más que un retrato del cuerpo, el mío es un retrato del alma.
–¡Ah! Pues qué alma tan rosita tiene usted –le respondió el veracruzano Miguel Alemán.
Miguel Alemán, Diego Rivera y Pita Amor ya no caminan entre nosotros pero los tres, a su manera, nos legaron la certeza –al igual que otros artistas y pensadores– que mucho del alma de México, mucho de su espíritu feroz, creativo e ingobernable se manifiesta aquí, en esta marmórea casa de la cultura llamada Palacio de Bellas Artes cuyos 80 años celebramos esta noche.
José Luis Martínez cierra la puerta de su oficina. Ha oscurecido. Se lanza escalera abajo a la calle y desde la acera de San Juan de Letrán, hoy Eje Central Lázaro Cárdenas, le echa un último vistazo al Palacio de Bellas Artes para asegurarse de que sigue allí, porque al igual que muchos mexicanos, a José Luis Martínez Bellas Artes le inspiró un inmenso cariño, lo amó
en el espanto, como lo escribió Ramón López Velarde en un poema a alguna de las mujeres de quien se enamoró:
te amo en el espanto.
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