Luis Linares Zapata
P
retender encerrar a cualquier partido político en una sola definición es adentrarse en la imprecisión, la injusticia o, más aún, en la tontería. Aun así se puede intentar, al menos, describir algunas de sus características más gruesas. El PRI actual, por ejemplo, bien podría explicarse como un vasto archipiélago de pequeños y medianos intereses conjuntados sin un fin abarcante o trascendente. El ungüento que le da permanencia a dicho fenómeno político es una mezcolanza, no explícita pero actuante, formada por el voluntario sometimiento de sus militantes a las circunstancias hegemónicas del momento. Circunstancias a duras penas encajadas entre los dictados de sus patrocinadores y las presiones de sus grupos dirigentes. Las peculiares biografías de sus conductores y, en realidad, las de la mayoría de sus militantes se ajustan, con disciplina reconocible, a las valoraciones e intereses de sus centros rectores. Las ambiciones individuales se encadenan, con reconocible destreza tamizada por inocultable cinismo, a prioridades marcadas por (trepar) el escalafón burocrático y el deseo de chapalear en la abundancia, tal vez por ambas peculiaridades a la vez.
De todos los partidos políticos mexicanos el PRI es el organismo más dispuesto a plegarse a una línea de acción y unificar sin remilgos su discurso. Las diferencias de cada quien son, con facilidad inaudita, puestas de lado ante el camino marcado desde las alturas. Los retobos son pospuestos para el cáustico humor de las anécdotas de sobremesa y el abundante chisme intrascendente. La mínima dosis de grandeza en sus cuadros dirigentes se esfuma con asombrosa facilidad. La mediocridad aparece como regla general. Aventurar una postura personal distinta será, con frecuencia, catalogada de irresponsable actitud, inocente favor al rival. Reincidir en esa ruta conduce, inevitablemente, a la intemperie del frío y al desafecto de la superioridad o al de sus pares. La disidencia, por pequeño que sea el margen de ella, es para un priísta algo parecido al abismo. El riesgo de ser señalado como distinto equivale al temido ostracismo, un castigo insoportable para un simple mortal. Los pocos que han transgredido esta densa regla de oro, no escrita pero observada con celo, han sido forzados al descampado y seguir una ruta plagada de peligros y menosprecios sociales. Todos los que han optado por sostener en público sus posturas han sido forzados al exilio (Cárdenas, Muñoz Ledo y otros de la llamada corriente democrática).
El espíritu de cuerpo del priísmo se forma, no con arraigados y vigentes valores como guías para la acción, tampoco con matices ideológicos aunque al menos en algunas ocasiones salgan a relucir ciertas ideas, éstas se acompasan, o son precedidas por continuas maniobras de sus muchos operadores, toda una pléyade de oscuros personajes que, con regularidad, se mueven por y tras cuestiones electorales. La fuerza cohesionadora del priísmo, en efecto, les proviene de una intrincada red de finas o toscas complicidades y acendrados afanes de consolidar negocios. Estos ingredientes, de práctica común entre priístas, son la materia prima que les permite mantener sus acariciadas parcelas burocráticas o partidistas y les posibilita escalar las ambicionadas posiciones de poder. Es, debido a las extendidas complicidades que las expulsiones rara, muy rara vez ocurren en ese partido. Y, en cambio, den pie a las activas defensas mutuas que terminan por delinear su narrativa cotidiana.
Asumir los costos de los arrestos transformadores es un pregón constante, casi cotidiano, de los priístas ranqueados. La disposición está ahí instalada hasta la médula de su alegada valentía. Un sonoro alarde de su resonante cuello, ese costo que, dicen, llega adherido a sus decisiones y actos de poder. Valentías que, no sin ironía, terminan en desplantes banales. Son, por lo general de la advocación, escapes para salir del brete en que los priístas caen con regularidad creciente en su enredado desempeño. Incurren, sin remilgos que valgan y los moderen, en un enorme dispendio propagandístico para justificar y, de ser posible, evadir los costos de su accionar. Una violenta contradicción a sus maromas verbales. Las campañas emprendidas para hacerse apreciar por los ciudadanos son asaltos retóricos que no resisten el menor análisis. Decir que la reforma energética (en tuitera andanada actual de priístas encumbrados) se aprueba para tener un México iluminado con energías limpias, un México vanguardista, una potencia mundial, un esfuerzo para aprovechar nuestro patrimonio energético, son canturreos imbéciles. Sin duda, tan punzantes eslóganes son retazos de su abundante perspicacia, de sus verdades clarividentes, el penetrante ingenio que los distingue y hasta santifica. En fin, que son intentos tontos, inducidos en masa por alquilados publicistas modernizadores. Esa calaña de consejeros indispensables, caros y apreciados por el priísmo de altura. Los puntos concretos que aducen a guisa de promesas: alimentos y fertilizantes baratos, luz y gas a bajo precio asegurados, son pruebas irrefutables de su cacareada valentía. En próximas entregas se bordará, con la anuencia de los lectores, sobre otros partidos.
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