Luis Linares Zapata
A
lgo muy malo, hasta perverso, deben de haber hecho los trabajadores mexicanos. El castigo, al parecer apechugado por los mismos dioses y vírgenes presumidos como protectores, ha sido inclemente, tozudo, ciertamente inhumano. Agruparse en un bonche (dos terceras partes del total) nada envidiable de sombras que arrellanan sus precarias existencias con tres salarios mínimos , o menos, es toda una hazaña para cualquier economía familiar, aun la catalogada como esclavitud. Perder además, y en tan sólo los últimos ocho años, 22 por ciento de su poder adquisitivo es trágico, sin importar que son trabajadores formales. A los informales les fue menos peor, perdieron 19 por ciento (Inegi). Ambos indicadores muestran un logro de alcances mundiales. La lógica política, social y empresarial para sostener tal situación es, en verdad, tan cínica como retrógrada y falsa. En ella se ata el nivel salarial con una etérea productividad siempre confiscada en favor del capital y con alegatos para la competitividad global. Los salarios, como los intereses, no aumentan o bajan por decreto, sostienen banqueros centrales y teóricos de la más resonante catadura.
La lógica interna que perpetúa y acelera la desigualdad es tan facilona como insistente. Con similares arranques se justifica la compra de un avión (con valor de 7 mil millones de pesos) para la cómoda ubicuidad de un presidente y su séquito, que se fija, en menos de 70 pesos diarios, el salario mínimo para una jornada de ocho horas de un trabajador. Con idénticos argumentos –sostenes torpes de la presente desigualdad– se otorgan generosas pensiones a directores de bancos públicos que se permiten contratos irregulares, sin prestaciones ni visos de seguridad social, para servidores públicos de categorías medias o bajas. El clasismo es una extendida dolencia que carcome las entrañas del desarrollo mexicano y perpetúa esas creencias tan arraigadas como nefastas y pegajosas.
¿De dónde vienen las deformaciones en el desarrollo que hoy se acarrean?, habría que preguntar para continuar esta perorata. Cómo se llega a presenciar, sostener y hasta difundir, sin recato, este frenesí entreguista que llevan a cabo los priístas, y sus comparsas del PAN y el Verde en el Congreso. Sus cánticos son tristes salmos, acompasados con seudoastutas maniobras legislativas, con excusas modernizantes. Es, por tanto, necesario hacer un breve esfuerzo de memoria. Allá por los años 70 del siglo pasado el poder de la República estaba, todavía, influido por un grupo de economistas y administradores nacionalistas formados dentro de empresas públicas. Habían egresado de universidades del país. Sus ejemplos fueron hombres como don Fernando Hiriart, Jorge Tamayo, Horacio Flores de la Peña o el autor de las célebresMemorias de un hombre de izquierda, Víctor Manuel Villaseñor. Todos de probada eficacia, visión de largo aliento y patriotismo. Personajes que dirigieron secretarías, grandes empresas y crearon escuela. Vivieron, con dignidad y respeto, en cómoda medianía. El grupo que los siguió fue compacto y aguerrido. Peleó duras batallas y, en algunas, pudieron salir victoriosos, pero después fueron derrotados casi por completo. Al final de esos años surgieron otros personajes que resultaron ganadores: un compacto grupo de funcionarios formados en el Banco de México y la Secretaría de Hacienda. Tamizados, hasta la médula de sus ilusiones y ambiciones, por los supuestos y las preconcepciones en boga en universidades extranjeras, en especial estadunidenses. Fueron ellos los que iniciaron la liquidación del nacionalismo revolucionario. Con premura inusitada, lo sustituyeron por un fundamentalismo neoliberal, que llega revestido con una extensa variedad de intereses individuales y de clan, hasta estos aciagos días. Con ellos y por ellos se abrió apresuradamente el país a lo que se llamó la competencia externa: una sui generis manera de introducir a sus mentores sin detenerse a meditar la conveniencia de preservar o perfeccionar la base industrial previa. La entrada al GATT fue, ciertamente, una escala tan crucial como traumática. Las prisas y la inexperiencia de sus proponentes no permitieron la necesaria y adecuada preparación al cambio. La apertura se dio a rajatabla, sin remordimientos ni consideraciones; había urgencia de actualizar el país y entrar, sin eufemismos o ironías jocosas, en el primer mundo.
Los siguientes sexenios, con priístas en la cúspide (C. Salinas y E. Zedillo), fueron los que marcaron, de manera indeleble, las características del grupo hegemónico. El primero le puso el distintivo patrimonialista e irregular mediante las privatizaciones y posibilitó así la formación del nuevo factor de poder interno. El segundo le adicionó el barniz externo a todas sus directrices y propósitos. Salinas quiso recoger algo de la moribunda base partidaria y, con ella, prolongar su influencia futura. Zedillo le imprimió sus íntimos prejuicios personales y su arraigado credo trasnacional. Se insertó también como factótum de élite y ahí permanece enquistado. Con sólo añadiduras laterales, el grupo así integrado es el que dicta la continuidad del modelo a seguir en el país. Sus amanuenses, socios menores, por cierto, son los llamados operadores políticos, esos que retozan en los congresos, las gubernaturas o en las sindicaturas municipales. Para esos tiempos mencionados, sin gloria alguna, el priísmo y sus conductores ya había olvidado casi por completo sus nexos con las bases campesinas o trabajadoras. La niñez y la juventud son, para su permanente descrédito, dos enormes abismos en sus intenciones y accionar. La pobreza, resultante de sus muchos errores, pleitos y apañes, se convirtió en molesta realidad que tratan, inútilmente aunque por diversos canales, de ocultar. El
histórico pacto social y políticopasó a ser un hueco retórico que sólo por motivos electorales sale a relucir. Lo único que cuenta ahora para el priísmo reciclado, con sus financieros y operadores hermanados pero no revueltos, son las alianzas con el empresariado de gran nivel. Categoría a la que, con variantes mínimas, ambos clanes y muchos de sus adláteres se esmeran por igualar y, chance, superar.
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