El mentiroso
la memoria del gran Vicente Rojo y con abrazos para Barbarita
Tal vez sea demasiado tarde, pero Santino se arrepiente de haberse valido de tantos pretextos absurdos para justificar sus retrasos y faltas en la farmacia donde trabaja. De poca memoria, perezoso, confiado en su apostura y simpatía, jamás ha tenido la precaución de renovar su repertorio de mentiras. Mucho menos se interesó por llevar un registro de las veces que había involucrado en sus alegatos a falsos parientes, amigos y vecinos a quienes –según él– había tenido que acompañar a la delegación, al hospital y, en los casos extremos, también al cementerio.
Al principio, Doña Bertha se lo creía todo y elogiaba el espíritu solidario de Santino, pero llegó el momento en que, a fuerza de oír las mismas excusas, se dio cuenta de que eran falsedades. Para demostrarle al mentiroso que se daba perfecta cuenta de la situación, decidió desenmascararlo: Santino, en el último mes has llevado a tu prima cinco veces al hospital para que tuviera su bebé.
Santino, es la cuarta ocasión en que entierras a tu cuñado.
Eso de que tu compadre tuvo un accidente me lo has dicho no sé cuántas veces. ¿Crees que de nuevo vas a engañarme?
Ese método no fue eficiente para disciplinar a Santino, y doña Bertha pensó en un recurso más drástico: ponerle un ultimátum. En la primera oportunidad se lo hizo saber: No soy tan tonta como crees. Ya me di cuenta de que eres falso y abusivo. La próxima vez que llegues tarde te suspendo una semana y sin goce de sueldo.
II
Lleva más de una hora de retraso y aún le faltan por lo menos quince minutos de trayecto. Imagina a Doña Bertha a la entrada de la farmacia diciéndole: No puedes pasar. Y conste que te lo advertí: quedas suspendido una semana sin goce de sueldo.
Santino reconoce que el castigo es justo, que lo merece, pero tiene la esperanza de que sea más leve cuando le diga la verdad a su jefa: Se me hizo tarde porque mi abuelita me pidió que la acompañara a que le pusieran la vacuna: tenía miedo.
Al imaginar la situación, Santino advierte que brindarle compañía en ese momento es lo único bueno que ha hecho por su abuela, la mujer que le ha dado protección desde que él era un niño de cinco años. A esa edad se despidió de sus padres porque un amigo se había ofrecido a cruzarlos a Estados Unidos. Recuerda vagamente la voz de su madre: Mi amor, Santi, ahorita no podemos llevarte con nosotros, pero en cuanto consigamos trabajo vuelvo por ti.
De eso y de la noche en que durmió por vez primera abrazado de su abuela ha transcurrido mucho tiempo. Sus padres para él son extraños y si los viera sería difícil reconocerlos. La única figura que domina su vida es la de su abuela. Se enorgullece de haber ido con ella a que le aplicaran la vacuna. Lo conmueve recordarla con los ojos cerrados, asustada y a punto de llorar como una niña, en el momento en que la aguja penetró en su brazo.
III
Excepto este detalle, cuando hable con Doña Bertha será minucioso en cuanto a lo sucedido esa mañana Le describirá desde los preparativos que tuvo que hacer para ayudar a su abuela a vestirse, peinarse, bajar las escaleras, subirla al taxi de Juan José –su vecino que se brindó a llevarlos hasta la alcaldía de Azcapotzalco y, concluido el trámite, a traerlos de vuelta a su casa. Allí dejó a su abuela tranquila, feliz, sintiéndose a salvo del virus al que por odio sólo llama el bicho.
Saber que por una vez no justificará su retraso con mentiras le da a Santino seguridad para defenderse ante Doña Bertha cuando ella pronuncie la sentencia: Suspendido y sin goce de sueldo.
Santino tiene deudas, compromisos, gastos. Pensar que va a quedarse una semana sin percibir un centavo lo agobia. Tendrá que ver cuál de los locatarios del mercado le da trabajo como cargador o barrendero. Le gustaría que lo ocuparan en el puesto 22. Allí se venden las mejores verduras y, además, Adamari, la dependienta, tiene una sonrisa que desde hace tiempo lo trastorna. Cuando se lo confiesa a su abuela ella pierde la sonrisa y su mirada denota temor. Entonces, sin más explicaciones, él la abraza y le asegura que nunca, nunca, va a dejarla sola.
IV
Sentado en la banca, junto a una palmera rala, Santino lamenta que decir la verdad no lo haya salvado del castigo. Trata de analizar qué hizo mal, qué le faltó por decir para convencer a Doña Bertha. Por ser tan reciente la conversación entre ellos, los hechos se le confunden. No sabe en qué momento suplicó –¡escúcheme, por favor!
– ni en cuál otro se puso a contarle lo mucho que le debía a su abuela, lo que significaba para él, lo satisfecho que estaba por haberle servido en algo tan importante como llevarla a que le aplicaran la vacuna.
Entonces, eso sí lo recuerda, en boca de Doña Bertha reaparecieron, como demonios del pasado, los recursos de que se había valido para darle consistencia a sus mentiras: Es que mi prima...
Mi cuñado me llamó para pedirme...
Mi tío murió y acompañé a su esposa al funeral.
Derrotado, Santino acabó por aceptar su culpabilidad: Perdóneme. Le juro que no volveré a mentirle.
En vez de reconocer el valor de la confesión su patrona se había mostrado irreductible: Durante meses te la has pasado contándome embustes y ahora me sales con otro: que llevaste a vacunar a tu abuelita y que por eso se te hizo tarde. ¡A otro perro con ese hueso! ¡Vete! Si no puedes llegar temprano el jueves, mejor ya ni vengas.
La evocación de la humillante escena le arranca lágrimas de rabia y de vergüenza. Al sentir que alguien le toca el brazo, estremecido, levanta la mirada y ve a un hombre barbado, envuelto en una cobija a cuadros, que tiende la mano hacia él y le dice: Jefe: unas monedas para la medicina de mi niña. La tengo muy malita.
Santino sospecha que el extraño se escuda en la falsa enfermedad de su hija para mendigar, pero lo asalta la duda: ¿Y si fuera cierto?
Sin pensarlo, mete la mano en el bolsillo y saca su único billete. Al recibirlo, el indigente lo agradece con una sonrisa indefinible y se aleja despacio.
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