as máximas pruebas de disciplina para una fuerza armada ocurren en los momentos posteriores a la victoria, en el avance, en el repliegue y en la rendición. Una insubordinación tras vencer en el combate puede conducir a tragedias mayores que las registradas en el combate mismo, a actos de pillaje y gravísimos abusos contra los vencidos; una vacilación en el avance puede transformar una circunstancia táctica favorable en una derrota estratégica; un repliegue desordenado puede dar lugar a un enfrentamiento en condiciones sumamente desventajosas y a una mortandad evitable, en tanto que la discordancia a la hora de rendirse puede llevar al exterminio total.
Quienes se oponen al mando castrense para la Guardia Nacional esgrimiendo con aires pacifistas una supuesta militarización del país
suelen ser los mismos que se horrorizan cada vez que los soldados retroceden para evitar una confrontación en gran escala con bandas delictivas –como en Culiacán en 2019– o incluso entregan su armamento; suelen ser los que hablan de humillaciones
a los militares supuestamente causadas por la estrategia de seguridad y paz de la Cuarta Transformación. En suma: les encantaría que los uniformados resolvieran con balaceras cualquier desafío a la autoridad; tal es la otra cara de la moneda de su pacifismo.
La clave más importante del fracaso de la guerra contra la delincuencia
reside en su superficialidad: se combatió –o se dijo combatir, como Calderón, que depositó la dirección de las operaciones en un narco mayor– los síntomas últimos de la pobreza, la marginación y la descomposición social resultantes de las políticas neoliberales, pero no las causas. Para colmo, se decidió operar con instituciones fuera de su lugar constitucional –las fuerzas armadas– y con otra tan inadecuada como la Policía Federal (PF).
La PF no sólo carecía de elementos y presencia territorial suficientes, sino que padecía de espíritu de cuerpo, de disciplina y de verticalidad en el mando. Incluso si no hubiese estado controlada por criminales, eso la hacía presa inevitable de la descomposición y la infiltración, como pudo verse en las postrimerías del calderonato, cuando dos grupos antagónicos de policías federales se enfrentaron a balazos por el control de la plaza en la Terminal 2 del aeropuerto capitalino (https://is.gd/n0QAx5).
Los efectivos de la PF acudían en contingentes donde se declaraba un foco rojo, se hospedaban en hoteles y no era infrecuente que causaran desmanes irrefrenables. No era esa la mejor manera de ganarse la confianza de la población, condición fundamental para el adecuado funcionamiento de un cuerpo policial.
Durante 12 años se sacó al Ejército y a la Marina de sus funciones legales para confiarles una confusa coadyuvancia con las corporaciones de policía, en tanto se trabajaba en la profesionalización
de éstas, una tarea que jamás se cumplió. Lo cierto es que tal coadyuvancia se volvía protagonismo ante el vacío de fuerzas del orden federales, estatales y municipales mínimamente confiables, y que en la guerra contra la delincuencia
se prosiguió, por orden del mando supremo, la lógica represiva y criminal adoptada durante la guerra sucia y la contrainsurgencia. En otros términos, se lanzó a las Fuerzas Armadas en contra de la población.
El rediseño institucional impulsado por la 4T implica la conformación de una tercera fuerza armada dedicada a funciones de salvaguarda de la paz pública y prevención y persecución del crimen, a fin de regresar al Ejército y a la Marina a sus tareas legítimas. La Guardia Nacional no es un cuerpo especializado en la guerra, sino una fuerza de construcción de la paz. Tuvo que incubarse en el seno de las fuerzas armadas porque no existe en el país una institución civil capaz de formarla en el tiempo y el tamaño requeridos, y para resistir la corrosión del contacto constante con las lógicas delictivas debió mantener los principios castrenses de organización: formación, espíritu de cuerpo, disciplina y verticalidad.
Para bien o para mal, no es fácil entender desde el mundo civil la fortaleza de los vínculos que se desarrollan entre efectivos que han enfrentado juntos las rudezas de la vida militar –sea la tensión del combate o la inmersión en el lodo para rescatar a personas en pueblos desastrados–, la confianza en mandos que pasaron por idénticas experiencias y el compartir códigos y rituales sistemáticos durante años. Más aún, a diferencia de lo que ocurre en las corporaciones policiales, los efectivos de la Guardia Nacional viven en el cuartel y sus superiores están al tanto de su entrenamiento, de su alimentación y hasta de sus horas de sueño.
Los militares mexicanos obedecen incondicionalmente a un civil y a uno solo: el Presidente de la República. La idea de incrustarles otros mandos civiles en el organigrama es un disparate. Si quieren seguridad sin guerra, la respuesta es una Guardia Nacional bajo mando militar.
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