i algo ha dejado en claro la batalla legislativa por la reforma al marco electoral vigente es que se trata de una lucha entre el ímpetu de democratización que recorre el país y la resistencia a los cambios de quienes defienden intereses monetarios y de sus personeros: la clase política tradicional que se acostumbró a tener en la mano el grifo de los presupuestos; las dirigencias que ven amenazadas sus franquicias partidistas (antes perder el decoro que el registro); los profesionales
que llevan décadas brincando de sigla en sigla, de hueso en hueso y de curul en curul; el enjambre de empresas, despachos y organizaciones civiles
que han encontrado su modus vivendi en el quehacer político-electoral; y también, por supuesto, la tecnocracia enquistada en el Instituto Nacional Electoral que no puede respirar sin que cada una de sus inhalaciones nos cueste 50 pesos, lo que viene siendo algo así como lo que se embolsan al mes Ciro Murayama y Lorenzo Córdova, siempre y cuando no se alteren y mantengan un aliento pausado.
Todo ese conjunto está inequívocamente alineado con la reacción, es decir, con el bando de los que se juraron poner fin a un proceso de transformación nacional que ha afectado sus negocios ilegítimos y sus privilegios; los que sin haberse puesto a hacer cuentas creen que fueron afectados, y los clasistas y racistas que siguen furiosos por la instauración de una presidencia plebeya y democrática en su sentido más puro, que es el poder ejercido por el pueblo. Bastó con ver a las figuras públicas que confluyeron en la marcha en defensa del INE
para tener claro que tras el afán de parar la reforma electoral –en su forma original, constitucional, o en su plan B, a las leyes secundarias– se encuentra lo más corrupto, autoritario, antidemocrático y fraudulento del espectro político nacional.
Fuera máscaras, pues: las reformas al marco legislativo electoral son expresión de los propósitos de separar el poder político del poder económico y de hacer efectivo el ejercicio del poder público por la población; los empeños por detenerlas o cuando menos por adulterarlas responden, en cambio, al deseo de mantener una institucionalidad diseñada para desvirtuar la política, hacer y multiplicar negocios y preservar el privilegio del mando en un manojo de partidos imperecederos y de operadores con chamba segura. Esta institucionalidad, con todo y su régimen de partidos, es una de las principales trincheras de la resistencia a los cambios, es decir, del viejo orden que no termina de morir y que obstaculiza hasta donde puede la construcción de la democracia, la honestidad en el ejercicio del poder, la justicia social orientada al bienestar general, la soberanía y la paz.
En esa medida, esta batalla marca una línea divisoria entre la Cuarta Transformación y la reacción. Es legal y legítimo tomar partido por uno de los bandos, pero no es correcto (y ni siquiera prudente) el mantener un pie en cada uno de ellos: la gente se da cuenta. Y la gente vota. Así pues, la disputa no sólo moldea con nitidez la frontera mencionada, sino que obliga a quienes se ubican del lado de este gobierno a fijar su postura, lo que delimita también el universo de quienes aspiran a suceder al presidente Andrés Manuel López Obrador desde las filas de la transformación. Para decirlo más claro: quien se distancie de la renovación del marco electoral del país no tendrá el respaldo de los votantes obradoristas.
La separación entre el poder político y el poder económico ha resultado mucho más ardua y complicada de lo que habría podido pensarse. Es el precio a pagar por haber emprendido una revolución pacífica y legal, lo que implicaba transitar por las reglas del juego que fueron establecidas para legitimar y mantener unida esa connivencia y se debe caminar por las vías legislativas y judiciales a sabiendas de que ambas están contaminadas por ella.
Tomará tiempo deshacerse de la mentalidad consistente en ponerle precio a los cargos, las elecciones, los partidos y las postulaciones y en calcular la cuota de beneficio personal en cada acción desde el servicio público. El desafío consiste en llevar la revolución de las conciencias a esa clase política que se niega a morir –a morir como clase, no como las personas que la forman–, en dar al ejercicio del poder el sentido de servir a los gobernados y en optar siempre por la democracia y no por el dinero.
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