Pedro Miguel
A
l poder le encanta espiar, pero espiar casi siempre es delito: lo es, en la mayoría de las legislaciones modernas, cuando se espía a las personas sin orden judicial, y lo es también cuando en un país cualquiera un agente al servicio de un gobierno extranjero intenta escudriñar los secretos de estado del anfitrión. Por eso, la sola existencia de oficinas de
inteligenciaconstituye casi una admisión tácita de que el poder está dispuesto a violar las leyes –las propias y las de otros países– en la materia. La seguridad nacional es uno de esos terrenos en los que, se nos dice, el fin justifica cualquier medio.
Por ejemplo, el jefe del comité de inteligencia de la Cámara de Representantes, el republicano Mike Rogers, dijo ayer que el programa gubernamental de espionaje masivo recientemente puesto al descubierto por el ex empleado de la CIA Edward Snowden permitió neutralizar
decenas de amenazas terroristas. En el discurso de la clase política estadunidense, Snowden merece ser llamado traidor por haber dado a conocer los aparatos montados por Washington, Londres y otros aliados para entrometerse en la confidencialidad de altos funcionarios de gobiernos extranjeros, pero también en las comunicaciones, la correspondencia y las actividades privadas de los ciudadanos comunes y corrientes.
Desde luego, los datos divulgados por Snowden hacen quedar mal al gobierno británico ante sus huéspedes, los mandatarios que acudieron a Gran Bretaña a la reunión del G20 de 2009, los cuales fueron implacablemente espiados con
métodos innovadorespor el Government Communications Headquarters, entidad oficial inglesa que, oficialmente, sirve para
mantener segura y exitosa a nuestra sociedad en la era de Internet.
Pero hay algo más grave: las órdenes a empresas telefónicas de que entregaran al espionaje gubernamental los datos de sus abonados, así como el programa PRISM, que permitió a Washington meter la nariz en millones de cuentas personales de las principales empresas internéticas, constituye una flagrante violación a la letra y al espíritu de la Cuarta Enmienda Constitucional de Estados Unidos, que establece
el derecho de los habitantes a que sus personas, domicilios, papeles y efectos se hallen a salvo de pesquisas y aprehensiones arbitrariasy prohíbe la expedición de órdenes que vulneren ese derecho y que
no se sustenten en un mortivo verosímil, estén corroboradas mediante juramento o protesta y especifiquen el lugar que deba ser registrado y las personas o cosas que han de ser detenidas o embargadas.
Ahora el gobierno de Obama chapotea en esbozos de justificaciones y trata de argumentar que el programa PRISM y otros por el estilo no son violatorios de la Constitución. Pero no la tiene fácil: tras las revelaciones de Snowden la Unión Estadunidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) interpuso una demanda en contra del gobierno. Y, además de la ilegalidad, la mentira: apenas en marzo pasado, el general Keith Alexander, director de la Agencia de Seguridad Nacional, había negado enfáticamente en una audiencia en el Capitolio que esa institución realizara un espionaje indiscriminado sobre la ciudadanía estadunidense.
Hasta ahora la clase política de Washington y sus operadores mediáticos han logrado engatusar a un sector de la opinión pública con la idea de que las revelaciones de 2010, en las que participaron Bradley Manning, Julian Assange y Wikileaks, fueron un acto de
colaboración con el enemigoque puso en riesgo vidas de estadunidenses. A fin de cuentas, las víctimas de las atrocidades e inmundicias sacadas a la luz por los papeles de las guerras de Irak y Afganistán y por los cables del Departamento de Estado fueron personas, organizaciones o dependencias extranjeras. Aquellas filtraciones cimbraron al mundo pero no fueron suficientes para crear en la mayoría de la sociedad estadunidense la conciencia de que su gobierno se gasta el dinero público en enviar a sus muchachos a matar y a que los maten para sembrar una deliberada barbarie en la cual las corporaciones próximas a la Casa Blanca puedan hacer negocio, así como para obtener más bastiones estratégicos remotos desde los cuales el complejo militar-industrial podrá lanzar nuevas guerras.
La hazaña de Sonwden es distinta porque su escala no es tan planetaria, pero sí de efectos más concentrados: ahora las víctimas de la ilegalidad estructural del poder de Washington son los propios ciudadanos estadunidenses; no pocos de ellos, celosos hasta la paranoia de la preservación de su privacidad y enemigos jurados de cualquier interferencia gubernamental en sus vidas.
Ahora, el presidente de Estados Unidos no la tiene nada fácil. Las verdades expuestas por el ex empleado de la CIA no gustan a buena parte de los conservadores y tampoco a los progresistas que dieron el voto a Obama. Muchos de ellos estarán cayendo en la cuenta, ahora sí, que el hombre por el cual votaron en dos ocasiones es en realidad un prominente enemigo de los derechos civiles y las libertades individuales.
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