Luis Linares Zapata
E
l año 2013 fue aprovechado por el conservadurismo de derecha para forzar la continuidad del modelo que lleva casi un cuarto de siglo de cruenta vigencia. Asumieron, no sin raspaduras en la legitimidad, que las condiciones estaban al alcance de una negociación cupular. Todas las reformas hechas a matacaballo durante este periodo legislativo tienen, por consiguiente, grabado el signo de la acumulación desmedida y la creciente desigualdad como sellos de fábrica. Ninguna de las nuevas leyes escapa a ese torvo designio. Una a una, empezando por la legislación laboral y continuando con la de telecomunicaciones, la fiscal o la educativa, incidirán para agrandar las precarias condiciones de gobernabilidad que hoy aquejan al poder establecido.
La pendiente reforma energética, tan acariciada por los centros de poder hegemónico del vecino del norte, no escapa a tan dolorosos designios. Sus empresas, gigantes de la energía, han ido sembrando, cuidadosa y pacientemente, las semillas que, andando cierto tiempo, harán fructificar sus caras ambiciones. Para empezar, han prosperado en inocular, al minúsculo grupo enquistado en el Ejecutivo federal y tecnocracia de acompañamiento, con las ilusorias ventajas que acarrea la apertura a sus prometidas inversiones. Pero, más que todo, los sofismas de prueba han sido diseñados para encubrir su sed de negocios masivos. Tales artilugios argumentales, que ya se difunden para justificar el despojo, buscan, con burdo cinismo, asegurar la futura prosperidad del capital trasnacional y no el desarrollo de México.
Las expectativas del grupúsculo central del poder se veían fáciles de concretar. Tras la firma del pacto entre burocracias partidistas, el panorama era por demás halagüeño a la visión de corto panorama y desde arriba. La contabilidad de los votos aseguraba, de manera holgada, el pase sin contratiempos de las reformas por el Congreso. Y se lanzaron de lleno a la aventura sin dar pausa a su trajín. Pero la marcha de la economía, de por sí lánguida y serpenteante durante décadas, impuso sus cortedades y trampas. No hubo el crecimiento pronosticado de inicio ni las susodichas reformas tienen los empaques para reversar o, al menos, mitigar la decadencia en plena marcha. El año venidero se espera, rebajando las miradas optimistas e interesadas, un lento o nulo avance de nueva cuenta. La violencia, por su parte, también ha puesto la parte de la tragedia social que le corresponde. Michoacán, Tamaulipas y Guerrero prosiguen su destino fallido. Las promesas priístas de un manejo diferente al exhibido por el calderonismo, de torpe y pequeño tamaño, se vacían de eficacia y nulifican las pocas esperanzas de tomar una ruta de apaciguamiento social.
En el mero fondo de las presentes tribulaciones emerge, casi intocado y con la ferocidad de sus primeros días intacta, el modelo de acumulación rampante y su contraparte de inaceptable desigualdad. La casta neoliberal que se encaramó hace ya tres o cuatro decenios en el mando político y económico del país, sigue tan campante y lustrosa como al principio. Felices días aquellos del asalto al otrora pensamiento dominante: el nacionalismo revolucionario.
Nada queda de aquel discurso envolvente, larvado durante los años subsecuentes al movimiento armado. Los neoliberales, colonizados hasta extremos delirantes por el aparato de convencimiento globalizado, lo fueron demoliendo hasta con saña. La cancelación del desfile conmemorativo del 20 de noviembre no es sino una etapa postrera de su rotunda victoria. Como sus maestros, y ejemplos a imitar, que dominan, desde los centros financieros mundiales, las decisiones de casi cualquier índole, losjóvenes turcos
nacionales no cejan en su empeño continuista. Y no lo hacen a pesar de los magros resultados que, durante más de un cuarto de siglo, han provocado. No se arredran ante los problemas creados por ellos y su ortodoxia. Tampoco los conflictos que surgen cotidianamente los hacen recular. Siguen adelante con determinación, empujados, eso sí, por la plutocracia local: ese pequeño pero aguerrido grupúsculo de mandones que, apalancados por sus enormes riquezas, dictan los rumbos y métodos a seguir para conservar sus privilegios. Poco importa que casi a diario estallen crisis por doquier. Trátese de precaristas que defienden sus cotos, aunque sean miserables, ante el vendaval que los esquilma; o comunidades que se rebelan ante la inseguridad y toman la justicia en propia mano; o, también grupos más organizados y beligerantes, como los maestros, que ya confluyen, en masa, para defender sus derechos en peligro de extinción. La elite del poder sigue adelante en su cometido de extender un sistema, el vigente, profundamente injusto y depredador. Todo, dicen y repiten, se remediará cuando las reformas estructurales arrojen los beneficios que llevan implícitos. Cuando concluyan su cometido tal vez ya nada será igual.
E
l año 2013 fue aprovechado por el conservadurismo de derecha para forzar la continuidad del modelo que lleva casi un cuarto de siglo de cruenta vigencia. Asumieron, no sin raspaduras en la legitimidad, que las condiciones estaban al alcance de una negociación cupular. Todas las reformas hechas a matacaballo durante este periodo legislativo tienen, por consiguiente, grabado el signo de la acumulación desmedida y la creciente desigualdad como sellos de fábrica. Ninguna de las nuevas leyes escapa a ese torvo designio. Una a una, empezando por la legislación laboral y continuando con la de telecomunicaciones, la fiscal o la educativa, incidirán para agrandar las precarias condiciones de gobernabilidad que hoy aquejan al poder establecido.
La pendiente reforma energética, tan acariciada por los centros de poder hegemónico del vecino del norte, no escapa a tan dolorosos designios. Sus empresas, gigantes de la energía, han ido sembrando, cuidadosa y pacientemente, las semillas que, andando cierto tiempo, harán fructificar sus caras ambiciones. Para empezar, han prosperado en inocular, al minúsculo grupo enquistado en el Ejecutivo federal y tecnocracia de acompañamiento, con las ilusorias ventajas que acarrea la apertura a sus prometidas inversiones. Pero, más que todo, los sofismas de prueba han sido diseñados para encubrir su sed de negocios masivos. Tales artilugios argumentales, que ya se difunden para justificar el despojo, buscan, con burdo cinismo, asegurar la futura prosperidad del capital trasnacional y no el desarrollo de México.
Las expectativas del grupúsculo central del poder se veían fáciles de concretar. Tras la firma del pacto entre burocracias partidistas, el panorama era por demás halagüeño a la visión de corto panorama y desde arriba. La contabilidad de los votos aseguraba, de manera holgada, el pase sin contratiempos de las reformas por el Congreso. Y se lanzaron de lleno a la aventura sin dar pausa a su trajín. Pero la marcha de la economía, de por sí lánguida y serpenteante durante décadas, impuso sus cortedades y trampas. No hubo el crecimiento pronosticado de inicio ni las susodichas reformas tienen los empaques para reversar o, al menos, mitigar la decadencia en plena marcha. El año venidero se espera, rebajando las miradas optimistas e interesadas, un lento o nulo avance de nueva cuenta. La violencia, por su parte, también ha puesto la parte de la tragedia social que le corresponde. Michoacán, Tamaulipas y Guerrero prosiguen su destino fallido. Las promesas priístas de un manejo diferente al exhibido por el calderonismo, de torpe y pequeño tamaño, se vacían de eficacia y nulifican las pocas esperanzas de tomar una ruta de apaciguamiento social.
En el mero fondo de las presentes tribulaciones emerge, casi intocado y con la ferocidad de sus primeros días intacta, el modelo de acumulación rampante y su contraparte de inaceptable desigualdad. La casta neoliberal que se encaramó hace ya tres o cuatro decenios en el mando político y económico del país, sigue tan campante y lustrosa como al principio. Felices días aquellos del asalto al otrora pensamiento dominante: el nacionalismo revolucionario.
Nada queda de aquel discurso envolvente, larvado durante los años subsecuentes al movimiento armado. Los neoliberales, colonizados hasta extremos delirantes por el aparato de convencimiento globalizado, lo fueron demoliendo hasta con saña. La cancelación del desfile conmemorativo del 20 de noviembre no es sino una etapa postrera de su rotunda victoria. Como sus maestros, y ejemplos a imitar, que dominan, desde los centros financieros mundiales, las decisiones de casi cualquier índole, los
jóvenes turcosnacionales no cejan en su empeño continuista. Y no lo hacen a pesar de los magros resultados que, durante más de un cuarto de siglo, han provocado. No se arredran ante los problemas creados por ellos y su ortodoxia. Tampoco los conflictos que surgen cotidianamente los hacen recular. Siguen adelante con determinación, empujados, eso sí, por la plutocracia local: ese pequeño pero aguerrido grupúsculo de mandones que, apalancados por sus enormes riquezas, dictan los rumbos y métodos a seguir para conservar sus privilegios. Poco importa que casi a diario estallen crisis por doquier. Trátese de precaristas que defienden sus cotos, aunque sean miserables, ante el vendaval que los esquilma; o comunidades que se rebelan ante la inseguridad y toman la justicia en propia mano; o, también grupos más organizados y beligerantes, como los maestros, que ya confluyen, en masa, para defender sus derechos en peligro de extinción. La elite del poder sigue adelante en su cometido de extender un sistema, el vigente, profundamente injusto y depredador. Todo, dicen y repiten, se remediará cuando las reformas estructurales arrojen los beneficios que llevan implícitos. Cuando concluyan su cometido tal vez ya nada será igual.
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