Miguel León-Portilla
A
l conmemorar los 23 años de existencia del Instituto Federal Electoral (IFE), volvió a anunciarse que ese importante instituto iba a cambiar su nombre. Hubo al menos un consejero que se manifestó con extrañeza, expresando que, si el IFE había alcanzado importantes logros, reconocidos por la mayoría, ¿por qué ahora se iba alterar su nombre?
Aunque no soy politólogo sino un simple ciudadano que, según dicen acerca del diablo,
sabe más por viejo que por diablo, quiero manifestar mi parecer.
Cuando se introduce un cambio en el nombre de una institución, se procede así porque suele pensarse que el hasta entonces vigente es inadecuado por una o varias razones. Por el contrario, si no hay razón clara para introducir un cambio, suele pensarse que hay otros géneros de motivos para efectuarlo. Estos pueden ser de carácter ideológico, de motivaciones políticas, o de afanes de innovación protagónica.
Esos cambios han afectado a nombres de ciudades y pueblos, a dependencias gubernamentales e incluso a la nomenclatura de calles y avenidas. Daré unos cuantos ejemplos. Al pueblo michoacano de Santa Clara del Cobre se le llamó Villa Escalante. A Zapotlán el Grande en Jalisco, Ciudad Guzmán; Tajimaroa en Michoacán es un nombre de origen náhuatl, Tlaximaloyan, que quiere decir
donde se desbasta la madera. Convertido en Tajimaroa, recibió más tarde el nombre de Ciudad Hidalgo.
Esto parece surrealista cuando en nuestro país, además de que un estado lleva el nombre del Padre de la Patria, hay otros lugares que ostentan también su nombre como Hidalgotitlán, en el sur de Veracruz. El nombre de Juárez es omnipresente en el país y en tiempos del presidente Luis Echeverría se habló de adjudicarlo al nuevo estado de Baja California Sur.
Y podría alargar la lista de estos cambios y de otros muchos ocurridos en otras esferas. Por ejemplo, el de la poderosa agrupación política que nació en 1929 como Partido Nacional Revolucionario (PNR), cambió su nombre en tiempos del presidente Lázaro Cárdenas en 1938 por el de Partido de la Revolución Mexicana (PRM) para terminar como Partido Revolucionario Institucional (PRI) en 1946.
Demos un salto y reflexionemos en otros cambios que parecen triviales. Son los que se introducen para rebautizar a no pocos hoteles y restaurantes. El cambio de nombre se debe casi siempre a que quienes lo introducen no están satisfechos con su designación original, y que al parecer lo cambiaron para lograr que su establecimiento adquiera nuevo prestigio.
Todo esto viene a cuento a propósito de la propuesta para modificar el nombre del Instituto Federal Electoral (IFE) por el de Instituto Nacional Electoral (INE). Estoy de acuerdo con los que afirman que este instituto, a pesar de limitaciones, ha sido en muchos aspectos exitoso. Hoy cuando se nos pide una identificación, se nos dice:
por favor, su credencial del IFE, ahora tendrán que decir:
por favor, su credencial del INEy los que se equivoquen dirán del IME o del ILE. ¿Qué estamos ganando con la alteración del nombre? Se busca declarar que no fue atinado darle el que tenía antes. ¿No vendrán con esto confusiones y descrédito? ¿No van a costar millones de pesos las nuevas credenciales?
Al expresarse el adjetivo Federal se está declarando que es una institución cuya función tiene que ver con las actividades electorales en el ámbito pleno de un Estado federal. El adjetivo nacional es verdad que se refiere a toda la nación, pero no incluye la connotación de una organización federal, cosa muy significativa en los procesos electorales cuando se denotan sus alcances federales, estatales o municipales.
Es esta una llamada de atención que dirijo, entre otros, al doctor José Woldenberg, que fue el primero y muy acertado presidente del IFE ciudadanizado y a todos cuantos han participado atinadamente en sus tareas, como el licenciado Emilio Chuayffet, al tiempo que era secretario de Gobernación. Pienso que al menos se deberían difundir ampliamente las razones que se han tenido para alterar el nombre de este instituto que en general estimamos y respetamos los mexicanos
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