miércoles, 26 de marzo de 2014

Transición y continuidad

Luis Linares Zapata
L
a muerte de Adolfo Suárez, ex presidente del gobierno español, trae a la memoria aquella supuesta transición que muchos han visto como modelo digno de imitar. Idealizada hasta niveles sublimes, se presentó, en innumerables ocasiones, como una ruta aconsejable para otras naciones que habían padecido dictaduras o sistemas autoritarios, como el de aquel México de los 70 años de priísmo. Los celebres Pactos de La Moncloa se encasillaron, con bombo y regodeo citable, entre teóricos, comentaristas y políticos locales hasta convertirlos en un referente de valor tangible, innegable y probado. Los beneficios en bienestar colectivo y democracia, que siguieron a esos primeros y tórridos años de cambios difícilmente pueden, ciertamente, menospreciarse. Los españoles iniciaron, entre otros muchos hallazgos adicionales de su ser nacional, la ruta hacia un europeísmo que sentían como aspiración alcanzable y básica.
Es prudente afirmar, sin embargo, que Suárez fue, en efecto, un destacado actor de ese periodo, atado y bien atado, que dejó Franco, aquel general que se ungió como caudillo por la gracia de Dios. Las condicionantes impuestas por la Europa de esos tiempos (con Francia a la cabeza) para la integración española al Mercado Común fueron consistentes, benéficas y duraderas: Franco era inaceptable y debía abandonar el poder para facilitar los acuerdos buscados. Antes de su muerte, el ámbito decisorio español empezó el ordenado traslado de funciones y mecanismos adaptativos al nuevo panorama entrevisto. Para entonces, Franco ya no era la pieza indispensable del engranaje de poder. Lo urgente se había trasladado al propósito de preservar el entorno que hizo durable la dictadura: un amasiato ultraconservador que debía mantenerse al frente del gobierno, el ejército, la religión, la justicia y los negocios. Un grupo de tecnócratas afiliados al Opus Dei fue el agente encargado de la misión redentora.
Sobra decir que Suárez se formó en el interior de tal ensamble de poder. Forjado en la Falange, amigo del entonces nombrado príncipe Juan Carlos, era y fue un elemento confiable para el sistema establecido. Siempre fue visto como operador de esa compleja y atrincherada esfera que, bajo diversas circunstancias, modos y personajes, se ha prolongado hasta estos días inclusive. La estrategia entrevista para la obligada modernización ponderaba la reposición de la monarquía con su telaraña de privilegios aristocratizantes. Un acuerdo mediático, observado con puntillosa fidelidad, protegería al monarca de toda crítica. El pasado sería intocable. Nada del aspecto criminal del régimen dictatorial posterior a la guerra civil ha podido ser llevado a los tribunales. El caso del ex juez Baltasar Garzón es un ejemplo de las penalidades y castigos para los que se atreven a desafiar el continuismo post Franco. La memoria republicana quedó también sepultada por años de cinismo, discreción forzada y arraigados temores de violencia.
La sociedad española tampoco ha dejado de lado sus soberbias pulsiones autoritarias. A pesar de las décadas de progreso económico experimentado, el conservadurismo no es una postura que se haya superado. Ni siquiera en los tiempos encabezados por Felipe González al frente del PSOE. La capacidad de maniobra de las izquierdas para la innovación y deslindes con el pasado fue en la práctica bastante menor. La elección de Aznar y sus bonanzas cimentadas en el ladrillo y la especulación inmobiliaria corroboran la afirmación anterior. Las esferas que aún concentran las decisiones básicas, jurídicas, militares, legislativas y, sobre todo, financieras son en muy buena parte una continuidad de ese espíritu de cuerpo intransigente, mustio, corrupto y elitista que triunfó junto con la guerra civil. Lo vemos reflejado, con toda claridad, en estos últimos años de tragedia y desventuras para la mayoría del pueblo. La extendida y creciente pobreza española –el rampante desempleo de estos días– no son causadas por el destino o la crisis mundial, sino por la manera abusiva y cómplice con que ella es enfrentada. Pero, a pesar de los sufrimientos infligidos por el partido conservador (PP) una buena base de votantes lo seguirá (según varias encuestas) manteniendo en el poder central y autonómico.
La que fue catalogada como ejemplar transición no generó una auténtica o madura democracia. Hubo recambio de membretes electorales, claro está. También se afectaron matices al modelo productivo y de gobierno, pero en lo básico todo ha sido continuismo. El sistema mediático español sigue bien atado. La salida del primer diario en verdad de izquierda, además de tardía, fue, después de una corta vigencia, ahogada: Público, un periódico crítico, no pudo sostener su versión impresa. La edición virtual, sin embargo, gana lectores a pesar de las dificultades inherentes a la repulsa del gran empresariado. Los tribunales de justicia permanecen cerrados a todo intento de cambio y el aparato financiero se apoya, sin misericordia, sobre el lomo de los trabajadores españoles. Son ellos los que resienten, en su ya de por sí golpeado bienestar, con las aventuras imperiales de las grandes empresas españolas en Latinoamérica. El endeudamiento bancario consiguiente a la expansión externa desmedida lo ha asumido el pequeño contribuyente. Las condiciones van clarificando, poco a poco, el defectuoso diseño democrático vigente y es posible que, de consolidarse algunas tendencias de cambio y apertura, se pueda dar cabida, ahora sí, a una autentica transición española.

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