jueves, 30 de octubre de 2014

Ciclo de muerte, terror y politiquería

Adolfo Sánchez Rebolledo
E
l ciclo de muerte y terror iniciado el 26 de septiembre en Iguala se aproxima lentamente a un desenlace trágico.
Para los padres de los normalistas desaparecidos y sus familiares, la investigación de los hechos ha sido una especie de tortura añadida, que aún no arroja luz a ese túnel infernal.
El descubrimiento de más y más fosas clandestinas es una señal ominosa que hace aún más visible la ineptitud y la corrupción de la autoridad, mostrando la profundidad de la crisis que arrastran las instituciones del Estado para enderezar el rumbo y recrear condiciones de convivencia en el contexto de la paz pública y el respeto a los derechos humanos. Tiene plena razón la comunidad de Ayotzinapa en exigir la presentación con vida de los suyos. Nada es más importante que la vida, aunque durante muchos años la autoridad se haya autoeximido de la obligación de preservarla. Ya no más. ¡Vivos se los llevaron! ¡Vivos los queremos de regreso!, es el grito desgarrador que sacude al país y despierta resquemores en el mundo entero. Parece un eco de otros tiempos. Lo es: la historia del crimen de Iguala recicla la ferocidad de la guerra sucia en Guerrero, la vigencia de la violencia brutal, el odio concentrado bajo un ideal de exterminio que hoy retoman los cárteles en colisión con el poder político local, infiltrado o al menos condicionado por esa fuerza que en total impunidad durante ya muchos años desaparece hombres y mujeres, la mayoría jóvenes sin nombre y sin rostro, cuyos restos aparecen en fosas clandestinas sin que a nadie le quite el sueño. Esa es la irracional normalidad en la que sobrevivimos. Es la que está en juego desde el 26 de septiembre, como lo estuvo antes cuando se desató en Morelos el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, a raíz del asesinato de varios jóvenes, incluido el hijo del escritor Javier Sicilia. Tienen razón los normalistas en exigir que los crímenes cometidos por la policía municipal y los sicarios que los desaparecieron se juzguen como un delito de orden político, sin darle curso a la hipótesis de que los criminales actuaron creyendo que se trataba de una banda rival, hipótesis tan manoseada que ya no puede servir como justificación de la ineptitud del Estado para contener la violencia.
Es duro aceptarlo, pero bajo nuestros pies se extiende el pantano en cual se hunde el país. A flor de piel nos contamina ese magma sanguinolento que resulta de la mezcla de la impunidad y el autoritarismo social con la carga de la desigualdad, del desprecio por el otro que la ausencia de legalidad protege de mil maneras, la sumisión al poder sin juzgar su procedencia, la certeza de que –como lo ha dicho el investigador López Portillo– las policías, los órganos de seguridad pública, en realidad nacieron para proteger al que manda, de modo que los ciudadanos, siempre bajo sospecha, queden atrapados en el círculo de la corrupción que erosiona la más mínima confianza en los de arriba pero debilita y fragmenta la resistencia de millones de personas honestas. La procuración de justicia tiene que dar un vuelco a favor de la sociedad para recuperar su dignidad. Los costos de mantener un sistema que criminaliza a las clases peligrosas, pero es incapaz de someter al imperio de la ley a quienes deben posición y fortuna gracias a su capacidad de depredar al país bajo el paraguas del estado de derecho. Ya se ha dicho en todos los tonos que la corrupción es hoy una traba para el desarrollo social, pues en combinación con la ineptitud, que recorre a nivel capilar las administraciones de la República, y la pérdida de perspectivas en el empleo, es la causa eminente del sordo malestar que en la desconfianza y el desánimo halla su expresión.
Al rescate de la catástrofe se alzan las voces en la calle cansadas de las teatrales representaciones de los políticos en nombre de la democracia. Que los jóvenes digan en voz alta lo que otros se ven obligados a callar permite recuperar la esperanza. México tiene que enfrentar con seriedad la crisis. La mercadotecnia no sirve para resolver los problemas, menos las campañas interesadas en favorecer a localizables grupos oligárquicos aferrados a un modelo decadente.
La reacción nacional e internacional es de horror, pero en la protesta está implícita la conciencia de que así no se puede seguir. Cuando los padres de familia exigen la vuelta a casa de sus hijos, expresan un sentimiento universal, una verdad moral que ninguna politiquería puede rebatir. En esa dignidad estriba la fuerza del movimiento de apoyo a Ayotzinapa. A eso es lo que más le temen los hombres del poder, desnudos ante la magnitud del crimen. Más que los palacios incendiados, a los poderosos les asusta esa condena general, el saberse juzgados por esa ciudadanía a la que dicen representar, mal vistos por los ojos del mundo. Tras la indignación, más que una estrategia pintada de colores ideológicos está la creciente conciencia de que ya ha sido demasiado en este país, que la paciencia tiene límites y la demagogia como forma de comunicación de las élites gobernantes con la sociedad no puede ser consentida un minuto más. Sin embargo, aunque el repudio crece dentro y fuera del país, los riesgos no han desaparecido pues hay quienes apuestan, como siempre, a que las justas banderas de Ayotzinapa en defensa de la vida de los suyos, pobres entre los pobres, se trastoquen para convertirlas en consignas sectarias, alejadas del sentimiento de solidaridad que el movimiento ha despertado. El deslinde de los normalistas contra los actos de saqueo en Chilpancingo tiende una línea entre la justa indignación y la posible intervención de los agentes provocadores que buscan aislar la protesta. No extraña que algunos vean en el río revuelto la oportunidad anhelada, la hora de la confluencia de las insurrecciones populares, aunque la situación, la relación de fuerzas –las visibles y las que aguardan en la penumbra tolerada de la violencia criminal– impide hacer cuentas alegres basadas en cálculos irresponsables.
Por si eso no fuera suficiente, está en curso una maniobra para darle a la politiquería el lugar central en el escenario, luego de la esperpéntica caída de Aguirre Rivero. El celo del PRI para usar filtraciones de la investigación como un arma contra López Obrador dice a las claras que los viejos métodos están presentes. Hay una campaña en forma, la cual se intensificará en la medida que el desenlace lleva a conclusiones semejantes a las denunciadas por Solalinde. El partido oficial, alentado por la Presidencia, aprovecha la crisis para desembarazarse de la izquierda que potencialmente le puede estorbar en sus planes. La catástrofe de la cúpula perredista rompe el acuerdo implícito en el tripartidismo e inesperadamente fortalece, no por sus declaraciones, al polo que en teoría podría capitalizar el descontento de la izquierda. El gobierno quiere que la responsabilidad de Abarca y sus pandilleros embarre, o al menos pongan a la defensiva, a AMLO. Puros cálcu­los electorales. La ofensiva contra López Obrador no cancelará las manifestaciones de los grupos más radicales, que no confían en los partidos, pero exacerbará las tensiones en la sociedad mexicana, aunque ciertas declaraciones del líder –las dos salidas a la crisis– parezcan dirigidas a satisfacer sus pretensiones. Todo es debatible, pero, como dice el refrán anglosajón:no se debe tirar el agua sucia junto con la bañera. ¿Qué futuro democrático podría florecer bajo las reglas de los sicarios? ¿Es posible crear un gran frente nacional realmente plural para lograr cambios que la sociedad reclama?

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