Víctor M. Quintana S.
M
uchas máscaras están cayendo con la masacre de los seis estudiantes normalistas y la desaparición de otros 43 en Iguala. La primera de ellas es la del Estado mexicano. El mito de que representa a los buenos y a la justicia se ha desmoronado: lo que se devela es una institucionalidad permeada por la delincuencia en todos los niveles, órdenes de gobierno, e instituciones como los partidos políticos y sindicatos. ¿Quién iba a pensar que sería precisamente la izquierda que se dice
civilizadala que cobijaría a quienes permitieron la barbarie? La corrupción y la colusión han convertido al Estado en un status sceleris, estado de crimen. O una
casa tomada, como el inolvidable cuento de Cortázar.
Guerrero no es la excepción. Es la vena débil por donde estalla la alta presión que hierve por todo el país. Se derrumba la máscara de que las tragedias suceden por la presunta
excepcionalidadde una entidad federativa de ancestrales pobreza y subdesarrollo. ¿No se dan también las masacres y desapariciones forzadas en los norteños y fronterizos Tamaulipas, Coahuila y Chihuahua? ¿No se encuentra Tlatlaya en el superindustrializado estado de México? Ser ejecutado, ser desparecido, ir a la fosa común, parece casi un terrible destino manifiesto del mexicano del sur, del norte, del oriente y del poniente, sobre todo si se es joven y pobre. Desde 2006 estamos viviendo en México un genocidio con cara de muchacho, un juvenicidio, como denunciamos en estas mismas páginas.
También cae la máscara de país de libertades, de derecho a la protesta, a la libre manifestación de las ideas. Apenas el miércoles 22 conmemoramos en el ejido Benito Juárez, Chihuahua, el segundo aniversario del asesinato de Ismael Solorio y su esposa Manuelita Solís, por defender el territorio y el agua de su comunidad contra la minera canadiense Mag Silver y los acaudalados colonos menonitas. Celebración luctuosa en el norte que se funde con el duelo y la indignación por los muchachos muertos y desaparecidos en el sur, los de Ayotzinapa. Que hace converger en un grito la defensa del agua del río Santa María, del agua de los yaquis, de quienes se oponen a las presas de La Parota o El Zapotillo. Que clama por el cese de la impunidad y la libertad inmediata del doctor Mireles, de Nestora Salgado, de Mario Luna, de Fernando Valencia, de Bettina Cruz.
Si en el sexenio de Salinas era una pre sentencia de muerte ser militante del PRD, ahora lo es organizarse desde abajo y luchar por la defensa de la tierra, del territorio, del agua, autodefenderse colectivamente, no entrar a los pactos cupulares, no tener voz en el Congreso ni registro partidario. Como señalan muy acertadamente quienes convocan a la Constituyente Ciudadana:
La matanza de normalistas de Ayotzinapa es una lección ejemplar dirigida a quienes se atreven a disentir y protestar. Una provocación para incitar a que los oprimidos respondan a balazos y así justificar la represión a gran escala. Es la apuesta del partido de la guerra, el capital trasnacional y su clase política, para cancelar toda alternativa pacífica de superación de la catástrofe humanitaria que padecemos.
A los grupos y a las personas que se rebelan y protestan, o los matan, o los desaparecen las llamadas
fuerzas del orden, como sucedió en Tlatlaya, o los sicarios al servicio de los poderes económicos trasnacionales, como sucedió con Ismael y Manuelita, o los unos y los otros, como ha sucedido con los muchachos de Ayotzinapa.
Hay una delgada línea, muy fácil de cruzar, entre el despojo sangriento, ilegal del patrimonio y la vida de la gente por parte de las bandas criminales, y la acumulación por despojo del subsuelo, de los territorios, del agua, de los recursos naturales, ahora formalizado, legalizado por las flamantes reformas estructurales. No es extraño que un Estado sea rehén de las mafias delincuenciales cuando ha negociado ser rehén y socio de las mafias mineras canadienses, de las cuatro hermanas petroleras trasnacionales, de los grandes consorcios que lucran con el agua, con las semillas transgénicas, con la malnutrición de la gente.
Afortunadamente todo esto ha hecho caer otras muchas máscaras: las que nos hacen sentirnos diferentes a los mexicanos, los regionalismos, los clasismos, los sectarismos. Ante unas instituciones penetradas y podridas por la delincuencia, todos podemos ser víctimas de crímenes de Estado: pobres, clasemedieros y ricos. Indígenas y güeritos. Sureños, fronterizos, norteños y costeños. La masacre y las desapariciones de Iguala nos igualan.
Esta es la revelación de estos días aciagos: es el grito unánime, tanto de los normalistas rurales, hijas e hijos de campesinos e indígenas, que de los alumnos del IPN, también en protesta, la UNAM o las universidades públicas de provincia; como de los chavos y chavas del sistema de la Ibero, de la Anáhuac y del ITAM: en este país, en este momento, no hay más que dos conglomerados sociales: las mafias políticas, económicas, mediáticas, criminales, de aquí y del extranjero, legales o ilegales, y toda la gente honesta, trabajadora, que podrá tener mucho, poco o nada de dinero.
Así como aquel otoño del 68 el movimiento estudiantil-popular clamó por la democratización sustantiva y radical de este país, así este otoño de 2014 la gran demanda es demoler el país y las instituciones de las mafias para empezar a construir el México de todas y todos.
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