A
yer, tras una jornada nacional e internacional de movilizaciones masivas en repudio al asesinato de tres normalistas en Iguala y la desaparición de otros 43, cuyo paradero se desconoce hasta la fecha, Ángel Aguirre Rivero pidió licencia al cargo de gobernador de Guerrero. Un día antes el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, atribuyó al ex alcalde de esa ciudad, José Luis Abarca Velázquez, y a su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa, la autoría intelectual de los homicidios y de los secuestros perpetrados por efectivos policiales municipales y por miembros del grupo delictivo Guerreros Unidos, en una declaración que fue opacada por las manifestaciones realizadas en decenas de ciudades de México y del extranjero.
La salida de Aguirre Rivero del Ejecutivo estatal y la explicación del procurador se suman así a las respuestas tardías e insuficientes que han caracterizado a los gobiernos estatal y federal desde el pasado 27 de septiembre y ponen de manifiesto la enorme separación entre las cúpulas institucionales formales del país y las demandas de una sociedad agraviada y exasperada, cuya paciencia parece haberse colmado con la barbarie perpetrada desde el poder público en la ciudad guerrerense.
En efecto, las imputaciones contra el ex presidente municipal y la defenestración del ahora ex gobernador satisfacen sólo dos de las demandas del vasto movimiento de protesta, y lo hacen de manera parcial, por cuanto el primero está prófugo y no se ha anunciado el inicio de una investigación judicial que esclarezca la posible responsabilidad del segundo, y no únicamente en los homicidios y secuestros del 27 de septiembre, sino también en la tolerancia ante la consolidación en Iguala y otros municipios de la entidad de un poder público al servicio de la delincuencia, responsabilidad que atañe también, y en primer lugar, a las instancias federales.
La petición de licencia de Aguirre Rivero tal vez resulte útil como medida de control de daños electorales y como solución a los desajustes que esos hechos han causado en el seno de la clase política y, particularmente, en el Partido de la Revolución Democrática, que postuló a Abarca y al propio Aguirre; pero no resuelve las demandas sociales inmediatas –que son la presentación con vida de los 43 normalistas secuestrados y justicia para los victimarios–, no soluciona la gravísima y extendida infiltración de las instituciones públicas por la criminalidad organizada ni constituye una respuesta plausible a los problemas de fondo exhibidos por los hechos atroces de Iguala: la prevalencia de la impunidad, el abandono del Estado a su obligación de garantizar la vida y la seguridad de los habitantes del país y procurar e impartir justicia y la habitual criminalización y el regular linchamiento mediático de los estamentos sociales que, como es el caso de las normales rurales, se oponen al modelo neoliberal impuesto en el país desde hace tres décadas.
En otros términos, los homicidios de los tres estudiantes en Iguala se suman a los casi 30 mil que van en el actual sexenio; los otros 43 engrosan la lista de las más de ocho mil personas desaparecidas desde diciembre de 2012 y la de las 22 mil acumuladas desde la administración anterior. En cuanto a las perspectivas de lograr justicia en este caso, se enfrentan con un dato descarnado: casi 94 por ciento de los delitos perpetrados quedan impunes porque no hay denuncia o porque no se inicia averiguación previa, y de éstas sólo tres de cada 10 culminan con alguna consignación.
En suma, las distintas instancias de gobierno no han podido o no han querido evitar un deterioro progresivo del estado de derecho que viene desde sexenios atrás y que en el momento actual ha llegado a niveles cercanos a un colapso generalizado y, por acción o por omisión, han colocado a México en una verdadera emergencia nacional.
En tal circunstancia, la captura de algunas decenas de delincuentes reales o presuntos y la remoción de unos cuantos funcionarios son medidas tardías y a todas luces insuficientes. Los organismos del Estado no deben seguir posponiendo el diagnóstico real de su propia ineficacia y emprender una operación de limpieza mayúscula y a fondo de las redes de complicidad político-delictivo-empresarial, que en muchos estados y en los tres niveles de gobierno han reducido la vigencia de las leyes a una simulación.
Y también resulta imperativo y urgente, por supuesto, esclarecer en forma inequívoca y transparente el destino de los 43 muchachos desaparecidos, fincar las responsabilidades que correspondan a los autores materiales e intelectuales de lo ocurrido en Iguala y rendir cuentas sobre la cadena de omisiones que hicieron posible la atrocidad.
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