viernes, 1 de julio de 2016

La Ciudad de México

René Drucker Colín
Q
uiero señalar que este artículo no está orientado a criticar a alguien en particular, sino simplemente reflexionar sobre una situación que permea en nuestra sociedad y donde todos contribuimos un poco para que sea como es la estructura político-social que nos rodea.
La capital del país, ahora llamada Ciudad de México, es una gran ciudad, pero no sólo por su tamaño, sino porque es un espacio señorial donde se conjugan los mejores aspectos de una urbe con los peores que uno se pueda imaginar. Esto no es culpa de nadie en particular, sino más bien es resultado de una larguísima lista de autoridades no necesariamente incompetentes (que sí las hay), sino más bien omisas.
A lo largo de varias décadas, la clase política en turno siempre estaba preocupada por evitar hasta donde fuera posible enfrentamientos con los diversos grupos de poder, cuyos intereses transitaban sólo por mantener sus canonjías a expensas de cualquier otro grupo social. Esto fue ocurriendo en asuntos de seguridad (policía con mala preparación), medio ambiente (desarrolladoras inmobiliarias, paracaidistas), movilidad (ausencia de planeación vial), economía (ambulantes, mercados), desarrollo social (grupos de presión para obtener concesiones de diversa naturaleza), educación (componendas para plazas, conquistas laborales) y salud (hospitales con falta crónica de presupuestos adecuados).
A lo largo de los años, lamentablemente esto fue permeando en la sociedad y se ha vuelto un estilo de vida. Revertirlo tomaría seguramente el mismo tiempo que tomó para formarlo, o sea, muchas décadas. Siendo optimistas, quizá por lo menos dos. Se requiere la formación de ciudadanos con una visión alterna, incorruptibles y, sobre todo, con la preparación e interés necesarios para conducir el país o la Ciudad de México por otros rumbos. Es decir, unos rumbos que estén orientados a generar el bien común, que es generalmente el menos común de los bienes. Hay que desprenderse del interés grupal y, sobre todo, introducir una concepción que señalaría que con tiempo y esfuerzo todos, pero todos los intereses que hoy día se defienden a como dé lugar se verían eventualmente beneficiados. Lo que pasa es que esto tardaría muchos años, por tanto, hay que trabajar hacia una visión del futuro, o sea, estrategias de largo aliento y no a una de inmediatez.
Sin embargo, va a ser difícil revertir los efectos de gobiernos tan permisivos y faltos de autoridad moral como los que se han tenido, y que han sido tan poco eficientes y más orientados a generar beneficios a particulares a expensas de aquellos más incluyentes.
Pero también es oportuno señalar que mucho de lo malo que ocurre en la capital también es culpa de una ciudadanía en general muy irrespetuosa de las reglas y normas que la rigen. En realidad, se ha generado un círculo nada virtuoso donde el ciudadano es poco afecto a cumplir las mínimas reglas de urbanidad y un gobierno históricamente permisivo y sólo generalmente afecto a cumplir con los diversos designios de la autoridad cuando lo considera políticamente conveniente.
Realmente se necesitaría tener un gobierno no forzosamente autoritario, sino uno que con energía haga que se cumplan cabalmente las normas y reglas de la urbanidad que existen, y que se convierta en un ente que esté atento a todos los elementos que le dan la facultad de gobernar con autoridad. Yo entiendo perfectamente que a todos nos gusta o nos favorece en algún momento desairar las reglas existentes (estacionarse donde está prohibido, ponerme en doble fila o a veces hasta en triple, como los autobuses del transporte público y otros; traer las mercancías a la hora que se me pega la gana, etcétera, etcétera. Al fin que yo soy yo, dice el ciudadano, y hago lo que se me pega la gana y donde sea. Así de fácil.
La autoridad, salvo en contados casos, lugares y situaciones, generalmente es omisa de su papel como reforzadora de las reglas más elementales de la urbanidad. Siendo esto así, cómo es que vamos a tener una ciudad organizada, ordenada, respetuosa y por demás preocupada por las condiciones actuales de una urbe realmente catafixiada. Necesitamos una clase política que no esté preocupada por su propio futuro, sino por el de la ciudad y del país, y una ciudadanía que acompañe este esfuerzo. Seamos menos yo yo y más atentos e interesados en cooperar y colaborar para funcionar como buenos ciudadanos; así realmente nos iría a la larga mejor a todos, todos, todos.
Ojalá logremos en los próximos años fortalecer lo bueno que se tiene, y hay mucho, y cambiar lo malo que hay, que también es mucho. La ciudad y nosotros nos lo merecemos.

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