Bernardo Bátiz V.
U
na estupenda caricatura, de las que distinguen a La Jornada, en este caso de Hernández, publicada el miércoles 17 pasado, presenta al nuevo presidente del PRI con una cara muy agria, las manos en el escritorio y a un lado, en el bote de basura y el cartel con el lema de la Revolución Mexicana y del que luego se apropió el partido oficial,
Sufragio Efectivo No Reelección. Para sustituirlo, arriba y atrás, sobre el muro, un gran letrero flamante, bien enmarcado, con otro lema también del PRI y no puede negarlo:
Un político pobre es un pobre político.
Se trata de una de esas frases que corren de boca en boca desde hace dos o tres generaciones, que se repiten y llegan a formar parte de una idea colectiva, de un modo de ser, un perfil, el del político del sistema.
En el mundillo político nacional ese apotegma se le atribuye al profesor Carlos Hank González, personaje de primer nivel en la alta burocracia de la segunda mitad del siglo XX, prototipo de hombre público que mezcló actividades públicas y privadas; nunca negó que fue
leona de dos mundos, tuvo un pie en los cargos públicos y otro en el campo de los grandes negocios. Si viviera hoy, su 3 de 3 sería impresentable.
La historia o la leyenda cuentan que nació en Santiago Tianguistenco, estado de México, que fue maestro de primaria y luego profesor de secundaria en materias tan diferentes como sus dos actividades conocidas: matemáticas y biología. El secreto de su tránsito de modesto maestro de pueblo a gran potentado quizá se encuentre en el hecho de que el lugar al que la SEP de entonces lo envió a trabajar fue Atlacomulco, en El valle de los Espejos, cuna de toda una dinastía de políticos ricos, lugar del que se decía que el menos listo de sus hijos llegó a obispo.
Su divisa, según la cual el pobre político recibe ese calificativo por ser un político pobre, se convirtió en el sello de su partido, y caló tan profundo en sus pautas conceptuales que no se imaginan ahora ni los gobernantes, digamos convencionales, ni los gobernados desinformados por la televisión, que haya un político en activo distinto al modelo, esto es, que carezca de una fortuna inmensa o al menos
respetable.
Por eso asombra a los priístas y a los mimetizados panistas que un político que fue presidente de un partido nacional y jefe de Gobierno de la capital del país manifieste no sólo tener pocos bienes de fortuna, sino también muy poco interés en tenerlos. López Obrador, con esa actitud, resulta el otro extremo del político a que se refiere la máxima del profesor Hank. Andrés Manuel, con su declaración de bienes, sacó de sus casillas, hizo brincar materialmente a los jefes del PRI y del PAN, a sus corifeos y ecos o repetidores de consignas; no pueden imaginar un político sin apego a bienes materiales, cuentas bancarias, casas, autos; les extraña que haya un político que no coleccione relojes de lujo, por ejemplo, que no posea un avión privado, una flotilla de coches o un yate.
Hank inventó (probablemente) el apotegma, divisa de sus correligionarios, frase sentenciosa, emblema, bandera, insignia de un partido y un sistema, pero no es el único dicho de ese jaez que se repite en los medios burocráticos o en las tertulias de los grillos del sistema. Les comparto a mis eventuales lectores algunos otros.
En política, lo que se vende es más barato, atribuido a un oscuro político veracruzano, ahora en el servicio exterior como destierro de lujo; esta frase se pronunció en la 57 legislatura en referencia a un partido ahora ya sin registro o quizás inexistente, que entonces era conocido como El Ferrocarril. Pero la sentencia es aplicable a partidos actuales, vivitos y coleando, y a diversos personajes, incluidos algunos
independientes, gobernadores y jefes de Gobierno, que confirmarían lo acertado de la afirmación.
Van otros dichos.
En política, la amistad se prueba en la nómina,
El que no transa no avanza,
No me den, pónganme donde hay. Otro más, este clásico, de otro veracruzano de apellido Garizurieta y apodado El Tlacuache:
Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error.
Hay muchos más que corren de boca en boca, que se escuchan en las viejas cantinas o en los modernos restoranes, todos las cuales, entrelazados, forman toda una filosofía; son los apotegmas, las máximas del cinismo de una clase política que se asombra si encuentra que alguien, partido o persona esté dispuesto a renunciar a parte de sus ingresos para gastos sociales o a pasar por cargos público sin enriquecerse. Cuando partidos de oposición llegaron al poder, en lugar de cambiar esta filosofía, se adaptaron a ella; es muy contagiosa, hay que tener mucho cuidado en todos los ámbitos de la vida social.
Para concluir, recuerdo al genial Gabriel Vargas, autor de La familia Burrón, que pone en boca de uno de sus personas, el poeta Avelino Pilongano, hijo de Doña Gamucita, este otro:
El trabajo honrado hace al hombre jorobado.
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