Política ambiental, ausente
C
on el telón de fondo de una contingencia ambiental casi permanente en la zona metropolitana del valle de México y el territorio nacional salpicado de protestas por la construcción de megaproyectos y el establecimiento de basureros industriales, explotaciones mineras y otras obras dañinas para el medio ambiente y para el tejido social de las regiones afectadas, ayer el presidente Enrique Peña Nieto, en la celebración del Día Mundial de la Biodiversidad, instruyó a los secretarios del Medio Ambiente y Agricultura para que elaboren una iniciativa de ley que permita compaginar la preservación del medio ambiente y la biodiversidad con el impulso al desarrollo de actividades agropecuarias.
Sin embargo, las contingencias ambientales en la capital del país y sus áreas conurbadas son el ejemplo más claro –y acaso, el más extremo– de la situación tremendamente compleja que vive el país en el ámbito ecológico y que difícilmente podría resolverse por medio de una ley, toda vez que es consecuencia de un modelo de desarrollo equivocado, de la corrupción imperante en las oficinas públicas, de estrategias improvisadas y de una patente ausencia de voluntad política en todos los niveles de gobierno para aplicar la legislación ya existente y vigente a poderes fácticos, por lo visto incontrolables.
En el caso de la megalópolis central es claro que no ha habido interés gubernamental por desarrollar sistemas suficientes, eficientes y seguros de transporte público; que se ha permitido una proliferación de obras que contribuyen a empeorar la crisis de movilidad y el precario abasto de agua; que ha habido laxitud en la defensa de las áreas de reserva ecológica; que se ha actuado con precipitación en la reglamentación del tránsito; que se ha tolerado la corrupción de los verificentros; que se han ignorado sistemáticamente los impactos ambientales de las industrias asentadas en el estado de México, y que se ha alentado una privatización de espacios urbanos a todas luces desastrosa.
Las administraciones capitalina y mexiquense han emprendido, o dado el visto bueno a obras comerciales y viales que provocaron una severa deforestación, y el impulso gubernamental al transporte unifamiliar eléctrico y a la adopción de modalidades de energías alternativas ha sido escuálido, por decirlo en forma suave. Pero recurrir a la contingencia ambiental manda el mensaje de que los únicos culpables de la crisis son los propietarios de vehículos viejos, es decir, de los automovilistas pobres.
Más allá del valle de México, los gobiernos de Felipe Calderón y de Enrique Peña han otorgado concesiones y autorizaciones a granel para actividades extractivas evidentemente perniciosas al entorno y han visto como estorbos, si no es que como enemigos, a los movimientos en defensa del agua y el territorio, frecuentemente enfrentados mediante despliegues represivos, pese a que son precisamente esos movimientos los únicos elementos sociales que resisten en forma sostenida la devastación ecológica en curso, cuyo motor principal es el desmedido afán de lucro. Un caso paradigmático es el del Nuevo Aeropuerto Internacional de Ciudad de México, un proyecto ampliamente criticado, entre otras cosas, por el impacto negativo que ya proyecta en el entorno y al que seguirá afectando, en caso de que llegue a terminarse.
Por lo que hace al valle de México, las contingencias deben ser, por definición, provisionales y excepcionales, pero las instancias gubernamentales representadas en la Came (Comisión Ambiental de la Megalópolis) han sido incapaces de formular una estrategia integral para enfrentar la crisis. Y en el ámbito federal no ha habido una política ambiental propiamente dicha y se ha buscado subsanar la carencia con parches administrativos, simulaciones y declaraciones divorciadas de la realidad. Para hacer frente al problema no basta con leyes ni reglamentos. Se requiere, en cambio, de voluntad política y de un compromiso real con la preservación ecológica, y eso pasa, necesariamente, por afectar intereses
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