martes, 24 de abril de 2018

Debates y posdebates

José Blanco
D
esde las horas de los posdebates quedó claro algo esperado: cada quien vio su debate. Aunque al mismo tiempo parece haber consenso respecto de que no hubo novedades; lo dicho por los candidatos, ya lo han dicho.
Este espacio no puede apartarse de esa percepción. De modo que estas son mis observaciones: coincido con quienes piensan que se trató de un mejor debate que los que hemos visto en el pasado; pero sigue siendo del todo artificial y rígido un formato que cronometra los escasos minutos, iguales para todos, para expresar –según las expectativas– las grandes propuestas de temas endiabladamente complejos. Salvo AMLO y el Bronco, los otros candidatos enunciaron largas listas de acciones, sin que hubiera posibilidad de que algo dijeran sobre los cómos, su financiamiento, su coherencia interna. Nadie puede hacer eso bajo ese formato. Si la intención de los debates era ampliar el conocimiento de los candidatos, esto no ocurrió.
Los candidatos son personas del todo diferentes. Por tanto, el formato del debate y sus reglas acomodan mejor a unos que a otros. Anaya y su entrenamiento en las TED talks, cuya crítica hemos hecho en este espacio, acomoda mejor que los demás en ese formato. Pero la palabra articulada, las tripas hechas para zaherir y escarnecer con agilidad, y la utilización de cartoncitos monos, ¿lo hacen un candidato diferente del que ya conocíamos?
Según lo visto, Anaya tiene razón, aunque ya se ha dicho hasta el cansancio en cientos de tertulias televisivas: esta contienda electoral es de dos: él mismo y Andrés Manuel. Pero es preciso hacer un señalamiento también muy repetido: eso es así siempre y cuando los horrores que la mafia del poder ya echó a andar no logren sacar de madre el cauce natural del río en el que navegarían Anaya y AMLO prácticamente solos (por ahora con una distancia amplísima). De modo que esa certeza no puede ser tal: esos horrores van a estar presentes, y así la incertidumbre se anuncia configurando un escenario probable de violencia cuyas muestras se asoman cada vez con mayor frecuencia. Algunas piezas, de orden distinto, empiezan a armar el rompecabezas de los horrores: los asesinatos de candidatos locales; la creciente violencia verbal; la postura de Citibanamex; el ingeniero Slim; la subida al ring del Bronco, a través del Tribunal Electoral, con la encomienda de golpear a AMLO; la manifestación soez contra Andrés Manuel en las calles de Ciudad de México, unas horas antes del debate; la fiesta de Salinas…
El debate confirmó que la crisis de la representación de las élites, está viva. No se ve, al menos por el momento, que pueda haber arreglo. En principio ese hecho le da ventajas a AMLO, pero ese mismo hecho hace prever también el tamaño de los horrores enloquecidos que el priísmo puede provocar. Así, la certidumbre acerca del enfrentamiento entre dos queda no sólo hundida en la más negra incertidumbre, también en una creciente sospecha: el priísmo neoliberal debe tantas y de tal tamaño, que está dispuesto a hacer lo que sea para aplastar la elección y asegurarse la Presidencia a cualquier precio. Este precio no es cualquiera: es la abominación de gobierno que tendría que hacer un gobierno priísta, si ya decidió pagar el precio. Más aún, el precio parece haber crecido con el de­bate, debido a que su candidato se ha desfondado aún más.
El encuentro pudo haber cambiado algunas percepciones, quizá principalmente entre los indecisos. Pero el debate no puede cambiar la situación macropolítica real del país: la crisis de las élites y el hartazgo de las grandes, muy grandes mayorías. Y el hecho de que Andrés Manuel es el único candidato que ha creado la expectativa de que un gobierno de Morena puede transformar la situación inadmisible en que viven esas mayorías. Añado, nuevamente, que eso podría ser así, siempre y cuando Morena se preocupe y se ocupe hoy, durante la campaña, y si llegara a ser gobierno, de aumentar y fortalecer sin descanso la organización de esas mismas mayorías. Sin un pueblo organizado y movilizado, el gobierno que quiere Morena sería imposible. Los verdaderos poderosos de este país, lo impedirían.
Mientras Andrés Manuel quiere esa transformación pensando primero en los pobres, Anaya tiene un programa made in Silicon Valley, y Meade quiere hacer una potencia mundial. Quien echa por delante la tecnología, sin tener ni la más mínima pista crítica sobre el futuro social con el desarrollo de las tecnologías de la información y la inteligencia artificial, sí que es un peligro para México.
Una potencia mundial ¿cómo cuál? Meade no ha hecho ninguna especificación al respecto. Las potencias mundiales que existen tienen, todas, una despiadada economía de la desigualdad desenfrenada y el consumismo enajenado creados por las políticas neoliberales; lo mismo ocurre, con peores resultados sociales, en las economías subalternas, como la que han creado los gobiernos del panpriísmo en México. Que eso continúe es la propuesta de Meade, pero también es la propuesta de Anaya: ha dicho mil veces que él aprobó, y continúa haciéndolo, las reformas neoliberales de Peña Nieto (ah, sí, pero hay que mejorarlas).
México, como cualquier otro país, requiere una economía hecha para la gente, no para los indicadores, que adoran los financieros, porque se trata de sus bolsillos. México requiere un plan de desarrollo real e inclusivo, basado en derechos de las personas.

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