Bernardo Bátiz V.
C
on mi reconocimiento al diputado Alfonso Suárez del Real, digno representante de la Ciudad de México, comparto algunas reflexiones sobre la despierta y viva urbe en la que convivimos todos los días. Pude asistir a media docena o poco más de concentraciones políticas que tuvieron lugar aquí, en la capital del país. Pude corroborar un cambio que parece será profundo, en un aspecto poco estudiado por politólogos y especialistas: la incursión masiva de jóvenes y de la clase media antes remisos y hoy activos en la política, son los nuevos protagonistas.
Me llamó la atención el mitin en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlaltelolco, por la carga simbólica que el sitio representa en la historia y por lo heterogéneo de los asistentes. En el mismo lugar donde se impidió en forma cruenta y bárbara la celebración de una manifestación estudiantil, que colmó el espacio entre la iglesia de Santiago, los modernos edificios del conjunto urbano y las ruinas prehispánicas; 50 años después, la explanada vuelve a rebozar de gente, ahora de edades diversas, jóvenes con los ojos recién abiertos a la política y veteranos como yo, todos unidos en la búsqueda de un cambio que parece inminente.
Entre 1968 y 2018, 50 años, la gran diferencia no fue la severidad crítica del discurso, que reclama en forma parecida, sino la respuesta de quienes entonces y hoy detentan el poder; en aquel entonces, según un canto que recogió la tradición popular,
para poder celebrar las famosas olimpiadas, mandó matar el gobierno 400 camaradas. Hoy, en la administración capitalina, recientemente descabezada (el titular anterior huyó por la puerta trasera, dejando una cauda de problemas), el recién llegado, que con tantos pendientes en la cabeza seguro ni se enteró bien a bien del mitin de Tlaltelolco, está muy ocupado tratando de medio componer lo que su antiguo jefe dejó tirado. Son otros tiempos.
Viví también un mitin en el corazón de Xochimilco y fui testigo y partícipe de la alegría de la fiesta local que ahí tuvo lugar; no sólo hubo buenos discursos dirigidos a ese pueblo celoso de sus tradiciones, también participación vecinal: de cada barrio y pueblo llegaron a la explanada, entre la iglesia del siglo XVI de San Bernardino y el moderno edificio delegacional, contingentes separados, cada uno por su lado, para unirse en un todo multitudinario. Cada uno con su música por delante, con flores, atuendos peculiares, estandartes y banderas; era política, pero también convivencia y algarabía.
Otro al que asistí, único entre lo que he visto, tuvo lugar en el coloso de Santa Úrsula, como se le dice. Construido sobre el antiguo pedregal que compartían comunidades anteriores al Virreinato, Santa Úrsula Coapa, San Pablo Tepetlapa, en los bordes del
mal paísdel Pedregal, ahora casi borrado por completo por la mancha urbana.
Para entender plenamente la hondura de ese cierre de campaña, había que estar ahí, respirar el ambiente. Más de 100 mil voluntarios, sacrificando horas de descanso o de trabajo, que llegaron cada quien en grupos grandes o pequeños, por sus propios medios, en autobuses alquilados ex profeso, a pie, en autos particulares, algunas camionetas flamantes y muchos vehículos a punto de rendir su vida útil, en motos y bicicletas: nadie quería quedar fuera.
Fue la concentración que simboliza el cambio, la voluntad de transformación. Muy temprano, cuando apenas iba a emprender mi camino, recibí mensajes por Internet de compañeros de Guadalupe, Nuevo León, que estaban ahí en espera de la apertura de las puertas, algunos llegaron de entidades cercanas y no pocos viajaron desde la noche anterior de sitios alejados, y no faltaron los que radican en la Ciudad de México.
La ciudad, lo viví, lo percibí, está despierta y asume su primacía; encabeza, da ejemplo, llama a que todo el país despierte, jóvenes y clase media son la novedad, protagonistas emergentes que refuerzan el despertar.
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