Pedro Salmerón Sanginés
D
on Javier Garciadiego acaba de recordarnos que mi añorado maestro Álvaro Matute decía: la historia “debe ser vista con una vinculación grande hacia la ética, hacia la formación de valores… yo creo más en la historia magistra vitae, ciceroniana, que en una historia aséptica. Si tiene algún sentido dedicarse a la historia es justamente para enseñar y formar… La historia nos provee de la conciencia de valores. Si eso no funciona, entonces la historia no sirve para nada”.
Durante décadas, los historiadores parecimos olvidar esa vieja máxima. La enseñanza de la historia en los niveles básicos se fue deteriorando, quizá por mero deterioro, pero también porque los historiadores y los intelectuales favoritos del régimen eran partidarios de acabar con una historia oficial fincada en héroes; en su lugar, construyeron una historia pretendidamente enciclopédica, aburridísima y que no funcionaba, de modo que a cada momento había que hacerle nuevos cambios a los programas y los libros. En el camino se trataron de imponer como valores privilegiados el individualismo y la competencia. La mal llamada
historia oficial(mejor llamarla por sus dos vertientes,
historia de libro de textoo
historia de discurso oficial) de la era del PRI (1946-1988) era mala, desmovilizadora, fundada en caudillos y
grandes hombres, pero la que la fue sustituyendo fue aún peor. (Y los otros historiadores, no hicimos nada durante mucho tiempo.)
Igual ocurrió con la difusión de la historia. Desde hace seis años hemos denunciado no la interpretación histórica cercana a los postulados del neoliberalismo, sino la deformación interesada de los hechos, perpetrada por un grupo de publicistas interesados, a quienes llamé desde 2012
falsificadores de la historia. Al combatir a los falsificadores descubrí que cuando éstos inventaban (o refriteaban) que Hidalgo era un asesino sanguinario ayuno de ideas; que Juárez era un vendepatrias; que Zapata era un reaccionario o Villa un esquizofrénico sin banderas, en realidad hablaban del presente: ellos aprobaron la
verdad históricade la administración Peña sobre la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa; todos aplaudieron las reformas laboral, energética y educativa; ellos participaron más o menos virulentamente en la campaña de odio contra AMLO… (Y los otros historiadores nos quedamos mirando, por desdén a eso que hacían.)
No tanto (quedarnos mirando): desde el otro lado del espectro, hace seis años casi 500 historiadores y antropólogos profesionales firmamos un documento titulado “La historia que necesitamos para el país que queremos”. Allí señalábamos que el Estado debía impulsar, a partir de la historia, la construcción de una cultura cívica que evoque procesos y momentos relacionados con los valores de un Estado liberal, democrático, laico, incluyente y tolerante, y que busque preservar su propia existencia, la integridad de su territorio, su soberanía y su organización como un estado de derecho, y el replanteamiento de la enseñanza de la historia en los niveles básico y medio, para hacerla el fundamento de la ciudadanía comprometida, autónoma, crítica y plural que se precisa para la construcción de un futuro más justo e igualitario.
Lo que proponíamos en 2012, y muchos ratificamos este 2018, era recuperar esa historia magistra vitae, maestra de la vida, de la que nos hablaba en clase don Álvaro Matute (mis clases directas con él, de 1992 a 2000), la historia que enseña, que forma en valores. Y si eso es viable, tenemos también que discutir qué valores queremos y cómo los queremos. Y si hablamos de valores, hablamos también, guste o no, de la posibilidad de verdades, de verdades relativas, acordes a nuestro momento y nuestro mundo, pero verdades.
En el mundo de la posverdad es incómodo, políticamente incorrecto, hablar de la posibilidad de verdades. Ya lo hice en estas páginas y no lo repetiré (https://bit.ly/2JMZd0o y https://bit.ly/2LDeBl3); pero aun en este mundo, en que cualquier tuitero termina un diálogo acusando al otro de sacar a relucir
verdades absolutas, porque su opinión desinformada es, en el mundo de la posverdad, igual de válida que la de un científico que aporta pruebas. Como historiadores, rechazamos la
verdad absolutateológica o filosófica, pero no la posibilidad de construir verdades relativas, sujetas a revisión
Porque, con perdón de los que descalifican cualquier verdad, hay verdades científicas. Que la Tierra es redonda y gira alrededor del Sol. Hay hechos irrefutables: México no ha perdido una pulgada de territorio desde 1854. El 18 de marzo de 1938, el Estado ocupó los bienes de las compañías petroleras. Podemos discutir las razones, resultados, significado de esos hechos (interpretación, se llama en historia), pero no negarlos.
Historia y verdad, viejo libro de Adam Schaff, nos enseñaba, nos sigue enseñando, a discutir estos temas.
Twitter: @HistoriaPedro
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