martes, 24 de noviembre de 2020

EDITORAL La Jornada

 Ojeda Durán: la institucionalidad de las fuerzas armadas

E

n un discurso pronunciado con motivo de la celebración del Día de la Marina, el secretario del ramo, almirante José Rafael Ojeda Durán, señaló ante el presidente Andrés Manuel López Obrador que las fuerzas armadas no anhelamos el poder y no tenemos ningún poder, como algunos lo han manifestado, sino disciplina y espíritu de sacrificio. Tal señalamiento debe ponderarse en conjunto con lo dicho el 20 de noviembre por el secretario de la Defensa Nacional, general Luis Cresencio Sandoval, respecto de que el Ejército y sus mandos no buscan ningún tipo de poder ni protagonismo, están comprometidos con la transformación que se encuentra en marcha y son leales a la institución presidencial.

Ambas alocuciones revisten particular pertinencia en la circunstancia actual, tras la detención en Estados Unidos, por cargos de narcotráfico, del general Salvador Cienfuegos Zepeda, titular de Defensa en el sexenio anterior, y la posterior gestión del gobierno mexicano para que la justicia del país vecino lo devolviera a la nación para que la justicia nacional lo investigara.

El episodio fue visto por algunos como resultado de una exigencia de cúpulas castrenses al jefe del Ejecutivo y hasta como un empeño de encubrimiento e impunidad, y puso en el debate el peso político real de los mandos militares en las decisiones gubernamentales.

Es pertinente, en este punto, recordar las singularidades de las instituciones castrenses de México y sus profundas diferencias respecto del resto de los institutos armados de América Latina. Por principio de cuentas, el Ejército Mexicano no fue creado desde el poder, sino que surgió a principios del siglo pasado como heredero de una revolución popular que acabó con el Ejército federal porfirista. Aunque la Armada tiene mayor continuidad institucional, sus antecedentes se remontan a la defensa del país ante las diversas intervenciones extranjeras ocurridas en el siglo XIX, y fue consolidada por los gobiernos posrevolucionarios. De hecho, apenas en 1944 adquirió un sitio propio en el gabinete presidencial, cuando la vieja Secretaría de Guerra y Marina fue dividida en la Secretaría de la Defensa Nacional –que tiene bajo su mando al Ejército y a la Fuerza Aérea– y la Secretaría de Marina, responsable de la Armada de México.

Durante más de un siglo las fuerzas armadas emanadas de la Revolución se han mantenido al margen de la política, leales al poder civil y ajenas a la tentación de ocuparlo. Y si bien en el pasado reciente los estamentos militares han sido señalados de violar los derechos humanos y han participado en episodios injustificables de represión, lo han hecho en estricto acato a las órdenes de su comandante en jefe, que es el Presidente de la República, lo que marca una diferencia fundamental respecto de los ejércitos golpistas de otras naciones de la región, las cuales han instaurado por decisión propia sangrientas dictaduras. Y cuando los militares mexicanos participaron en la disparatada guerra contra la delincuencia, decidida por Felipe Calderón y continuada por Enrique Peña Nieto, lo hicieron por obediencia al poder civil, sin dejar constancia de su desacuerdo con una misión que excedía y desvirtuaba su mandato constitucional.

Otros datos que ilustran la peculiaridad de las instituciones castrenses del país son la alta movilidad social que existe en sus escalafones, ningún militar forma parte del selecto grupo de empresarios multimillonarios que posee buena parte de las riquezas del país y la ausencia de amagos militares por naciones vecinas: tanto en el norte como en el sur las asimetrías estratégicas son tan pronunciadas, que es casi impensable un conflicto armado con Estados Unidos, Guatemala o Belice, que son los tres países que comparten fronteras terrestres con México.

En suma, los recientes señalamientos de los secretarios de Defensa y de Marina se ciñen a la tradición histórica de las fuerzas armadas, a su estatuto institucional y contribuyen a despejar sospechas y a desmentir el fantasma de la insubordinación al poder presidencial.

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