Elena Poniatowska
Saramago saluda a Carmen Lira, directora de La Jornada, durante la visita del escritor a este diario en 1999 Foto Archivo La Jornada
José Saramago es múltiple y esplendoroso. Abro los Cuadernos de Lanzarote, una isla frente a las costas de África que Carlos Fuentes describe como un cráter del mar, que a mí me conmovió, porque en medio del paisaje negro, hirviente, los habitantes se las han arreglado para sembrar uvas, a las cuales les hacen casita para que no las desenraicen los vientos y las separen de su balsa de piedra. Leo cómo desde 1993 Saramago viaja a Londres, Lisboa, Madrid, París, Roma, Buenos Aires, Río de Janeiro. Recibe premios, ofrece conferencias, asiste a ferias, participa en mesas redondas, es jurado de concursos literarios... y entre tanto se las arregla para regresar a casa y escribir Ensayo sobre la ceguera a la sombra de Pilar, que también le hace casa, ahora más que nunca, contra la agitación furiosa de la celeridad.
Lo veo correr, estoico, de aquí para allá, día a día, hablar del Doctor Fausto, de Thomas Mann; de sus amigos Jorge Amado y Gonzalo Torrente Ballester. Quisiera detenerlo y me resigno a pensar que del único Saramago del que puedo hablar un poquito es del Saramago de La Jornada, aquel que en sus crónicas me han dado Pablo Espinosa, quien fue a Estocolmo a verlo recibir el Nobel en 1998; Hermann Bellinghausen, Mónica Mateos, César Güemes, Renato Ravelo... que lo han seguido fervorosamente durante sus días mexicanos, los de 1998 y los de 1999.
Ver a Saramago acercarse y elegir a quienes prefiere es una lección de entereza. “Millones de personas viven un atentado a su dignidad”, declara a La Jornada y escoge a los más pequeños, los indígenas de Chiapas, y tras de él remolca a la península ibérica para que constate lo que sucede aquí, en las montañas del sureste desde 1517 hasta la fecha.
La voz de los más pequeños
Dentro de 19 días estaremos recordando el tercer año de la masacre de 45 indígenas en Acteal, en su mayoría mujeres y niños, que por su pobreza solemos llamar “los más pequeños”. “¿Puede levantarse la gloria de Dios y la de un gobierno sobre la miseria de un solo niño muerto?”, pregunta Carlos Fuentes. A propósito de los indios chiapanecos, dijo José Saramago en San Cristóbal las Casas: “Si la voz de un escritor les sirve para algo, mi voz es vuestra voz. Seguiré hasta el final de mi vida con la conciencia de que mi voz no es sólo mi voz, porque creo que por la boca de cada uno de nosotros está hablando la humanidad entera (...)”
La mirada de Saramago sobre Chiapas es intensa, tan intensa como la mirada de un niño chiapaneco al que le han destrozado la vida. Saramago habla de las miradas severas recogidas de las mujeres, y se pregunta: “¿Cómo es que después de tanto sufrimiento ese mundo indio mantiene una esperanza? ¿Cómo pueden sonreír como aquel hombre de Polhó que acaba de decir: ‘mañana puede que nos maten a todos, pero bueno, aquí estamos’ con una sonrisa que no le han matado”.
Ayer, viernes 3 de diciembre, el comandante David volvió a decirlo en Oventic frente a un Saramago apesadumbrado, porque desde hace seis años nada ha cambiado y no se han cumplido los acuerdos de San Andrés: “No deseamos la muerte de nadie, no queremos que el costo de la justicia, la libertad y la democracia sea la muerte de muchas vidas humanas, pero cuando es necesario hay que morir”.
La gente en Chiapas se muere de hambre y Saramago se preguntó en 1998: “¿De qué se están alimentando esas personas?” Y se respondió: “Se alimentan de su propia dignidad. Es su dignidad la que los mantiene vivos. Escuché relatos de una objetividad tal en los que nada es dramatizado y todo es dicho con palabras medidas, no calculadas, las justas para expresar lo que hay que expresar. Si hay algo difícil en la vida, es ser. Y ellos que no tienen nada lo son todo, y eso es lo que he ido a aprender a Chiapas”.
El Nobel más querido
Saramago se inclina sobre nosotros con toda su paciencia, con la ternura que emana de su altura de hombre bueno. Le asombra que sus lectores le digan que lo aman, no sólo en México sino en todas parte del mundo. Quizá de todos los premios Nobel, el del 98 sea el más querido. La gente lo rodea a ver si les hace el milagro, El evangelio según Jesucristo es el evangelio según Saramago.
En 1980 publicó una novela, Levantando del suelo, acerca de los campesinos del Alentejo, y durante tres años buscó cómo narrar esa historia hasta que pasó por encima de las reglas sintácticas y devolvió a los campesinos en sus propias palabras lo que ellos le habían dado tal y como se lo habían dado, es decir, su propio discurso, como si se hubiera convertido en uno de ello.
Su visión del mundo, como él mismo lo afirma, es pesimista: “Las razones que me llevan a contar una determinada historia –dice Saramago– tienen que ver con mi visión del mundo, de la historia y de la sociedad, y son razones bastante pesimistas, porque el mundo no me da ningún motivo para ser optimista, y eso es lo que aparece en mis libros”.
Y no es que Saramago no crea en la felicidad, sino que la considera una excepción, porque la vida es básicamente una carencia que la felicidad borra por un momento, la efímera negación de ese pesar que encontramos a la vuelta de la primera esquina. Basta leer el periódico para recordar puntualmente que las facultades humanas se desperdician diariamente en la brutal invención de armas y artefactos cada vez más especializados en una única y estúpida misión: exterminar a mujeres y a hombres. A veces Saramago se indigna: “Yo no sé cómo nos atrevemos a decir que la raza humana es magnífica. Creo que es tiempo de aceptar que somos unas bestias”.
Como lo recogió Mónica Mateos, Saramago es aún el muchacho que escuchaba la voz de sus dos humildes abuelos: “Sigo siendo el nieto de ese hombre y esa mujer y no quiero perderlos, es decir, no quiero olvidarlos, ni mis orígenes, mis raíces, la casa pobre, el suelo de tierra, la lluvia que entraba, los cerdos al lado. De esa gente que pareciera que no lleva dentro más que la brutalidad de su propia vida aprendí casi todo lo que he escrito, o por lo menos quedó el terreno bien preparado para la siembra de todas esas palabras”.
Por esos abuelos sobre los que ha escrito páginas admirables, Saramago se alía a los indios de Chiapas. Por eso entiende a los que sufren a manos de otros hombres. Los personajes de José Saramago son casi tan entrañables como él: Ricardo Reis; el modesto José de Todos los nombres, y José, el carpintero de Nazareth, cavan hondo y van subiendo por nuestras venas, y nos conducen como topos por túneles de aflicción, hasta que nos invaden con su desesperanza.
La mirada del alma
Saramago escribe en nuestro más íntimo silencio y gracias a él levantamos la vista. Dejamos de leer y miramos más allá en un punto donde quizá podemos leernos a nosotros mismos. Hay puertas que no nos atrevemos a abrir. Escuchamos la llave que gira dentro de la cerradura y el llanto callado de Marcenda, la que tiene una mano inservible. Dentro de ese silencio es posible también que las palabras de Saramago nos enseñen a ver, pero a ver como ven lo ciegos: para adentro, con el alma.
Nos persigue la ley, nos persigue la vida. La vida nos vive, como dijo el poeta jaime García Terrés. Dudamos de todo, porque más que de certezas, el hombre es un ser de dudas. “Yo tengo todas las dudas del mundo, las mías y las de los otros”, dice Saramago. “Mi obra de alguna forma es una reflexión sobre el error y la duda”.
Y añade. “Tenemos algunas certezas. Sabemos, por ejemplo, que la honestidad es preferible al engaño, que el amor es mejor que el odio. Pero esas certezas, esas cualidades que yo considero como certezas, no son las que mayoritariamente han guiado a la humanidad”.
La escritura de Todos los nombres comenzó cuando Saramago busca el acta de defunción de su hermano, muerto a los cuatro años. Investigó en el hospital, en los ocho cementerios de Lisboa (que después darían luz al cuento Reflujo), en registros y archivos... hasta que encontró la comprobación. Convencido de que la gente muere verdaderamente cuando se le olvida, Saramago logró demostrarle al registro civil que un hombre es algo más que una tarjeta (nombre, nacimiento, divorcio, muerte) guardada en algún polvoso archivero al fondo de un pasillo oscuro.
Ensayo sobre la ceguera es un libro desgarrador, en el que todos se van quedando ciegos (médicos, ladrones, mujeres de excepción, muchachas de anteojos oscuros, niños estrábicos) en una alegoría de la condición humana que olvida la responsabilidad ética que implica el ver, el tener ojos cuando otros irremediablemente los han perdido. La muchacha de los anteojos oscuros dice una frase memorable: “Hay dentro de nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”.
Tal vez sea eso lo que nosotros buscamos: no el nombre que nos dieron, sino nuestro verdadero nombre, el que algún día vamos a encontrar. Es el que buscamos, a lo mejor sin saberlo, en cada una de las cosas que hacemos. Como cuando estamos a punto de dormir y pensamos en una palabra que es la que nos conduce al sueño, pero es una palabra que se pierde en el momento en que nos dormimos y jamás volvemos a recordar en la vigilia.
El mundo está oscuro
Consecuente consigo mismo, Saramago vincula su obra a las causas sociales, que son siempre políticas. Ejemplo de ello es el cuento La Isla Desconocida, que recaudó 281 mil dólares para víctimas del huracán Mitch. Fueron entregados a la Cruz Roja y utilizados para la reconstrucción de quince escuelas en América Central.
En agosto de ese mismo año rechazó el título de doctor honoris causa que le deseaba entregar la Universidad de Pará, Brasil, al saber que en esa región, el gobernador Almir Gabriel era el mismo que había ordenado la matanza de 19 militantes del movimiento Campesinos sin Tierra.
Su solidaridad con los más olvidados lo ha hecho enfrentarse a gobiernos y a líderes corruptos, y acercarse a jóvenes universitarios, indígenas, hombres y mujeres que se encuentran en desventaja y en situaciones injustas. Para el suplemento Foto, que dirige Raúl Ortega en La Jornada, preparó un número sobre Chiapas con Sebastião Salgado, a quien ya le había prologado un libro, Terra, acerca de los sin tierra, los desposeídos de un bien esencial para su existencia.
Cuando el 6 de julio de 1999, José Saramago recibió la medalla de honor de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander, dijo: “Me gustaría ser recordado por esa cosa tan sencilla aparentemente, pero no tan corriente, como es el hombre bueno que sin proponérmelo he hecho todo lo posible por ser”, y abogó por una revolución de la bondad.
Tal vez, como él mismo reconoce, no se trata más que de un disparate, pero consiste en que cada mañana, al levantarnos nos propongamos no dañar a nadie y darnos cuenta que de nada sirve aferrarnos a nada, como nos lo enseña Milton en su Paradise lost, y El evangelio según Jesucristo, un libro que nos atañe a las mujeres que damos a luz a dioses y ángeles caídos, a ganadores y a perdedores (amamos siempre mas a los perdedores que a los que triunfan), y nos oponemos a la salvación de un solo niño a costa de la muerte de todos, porque es inaceptable que uno viva si no van a vivir todos, y aspiramos al cielo de la anunciación a María de Saramago, a esa visión de belleza casi insoportable en la que todos y todas comen lo mismo y a la misma hora. Aunque José Saramago, desde la incesante tristeza, comienza su relato El mundo de los horrores con una afirmación que nos atrapa más que la belleza. “Esta mañana, al salir a la calle, me di cuenta de que el mundo estaba oscuro”.
Palabras que la escritora mexicana pronunció como preámbulo a la charla que el escritor portugués ofreció en diciembre de 1999, en el Palacio de Bellas Artes
Lo veo correr, estoico, de aquí para allá, día a día, hablar del Doctor Fausto, de Thomas Mann; de sus amigos Jorge Amado y Gonzalo Torrente Ballester. Quisiera detenerlo y me resigno a pensar que del único Saramago del que puedo hablar un poquito es del Saramago de La Jornada, aquel que en sus crónicas me han dado Pablo Espinosa, quien fue a Estocolmo a verlo recibir el Nobel en 1998; Hermann Bellinghausen, Mónica Mateos, César Güemes, Renato Ravelo... que lo han seguido fervorosamente durante sus días mexicanos, los de 1998 y los de 1999.
Ver a Saramago acercarse y elegir a quienes prefiere es una lección de entereza. “Millones de personas viven un atentado a su dignidad”, declara a La Jornada y escoge a los más pequeños, los indígenas de Chiapas, y tras de él remolca a la península ibérica para que constate lo que sucede aquí, en las montañas del sureste desde 1517 hasta la fecha.
La voz de los más pequeños
Dentro de 19 días estaremos recordando el tercer año de la masacre de 45 indígenas en Acteal, en su mayoría mujeres y niños, que por su pobreza solemos llamar “los más pequeños”. “¿Puede levantarse la gloria de Dios y la de un gobierno sobre la miseria de un solo niño muerto?”, pregunta Carlos Fuentes. A propósito de los indios chiapanecos, dijo José Saramago en San Cristóbal las Casas: “Si la voz de un escritor les sirve para algo, mi voz es vuestra voz. Seguiré hasta el final de mi vida con la conciencia de que mi voz no es sólo mi voz, porque creo que por la boca de cada uno de nosotros está hablando la humanidad entera (...)”
La mirada de Saramago sobre Chiapas es intensa, tan intensa como la mirada de un niño chiapaneco al que le han destrozado la vida. Saramago habla de las miradas severas recogidas de las mujeres, y se pregunta: “¿Cómo es que después de tanto sufrimiento ese mundo indio mantiene una esperanza? ¿Cómo pueden sonreír como aquel hombre de Polhó que acaba de decir: ‘mañana puede que nos maten a todos, pero bueno, aquí estamos’ con una sonrisa que no le han matado”.
Ayer, viernes 3 de diciembre, el comandante David volvió a decirlo en Oventic frente a un Saramago apesadumbrado, porque desde hace seis años nada ha cambiado y no se han cumplido los acuerdos de San Andrés: “No deseamos la muerte de nadie, no queremos que el costo de la justicia, la libertad y la democracia sea la muerte de muchas vidas humanas, pero cuando es necesario hay que morir”.
La gente en Chiapas se muere de hambre y Saramago se preguntó en 1998: “¿De qué se están alimentando esas personas?” Y se respondió: “Se alimentan de su propia dignidad. Es su dignidad la que los mantiene vivos. Escuché relatos de una objetividad tal en los que nada es dramatizado y todo es dicho con palabras medidas, no calculadas, las justas para expresar lo que hay que expresar. Si hay algo difícil en la vida, es ser. Y ellos que no tienen nada lo son todo, y eso es lo que he ido a aprender a Chiapas”.
El Nobel más querido
Saramago se inclina sobre nosotros con toda su paciencia, con la ternura que emana de su altura de hombre bueno. Le asombra que sus lectores le digan que lo aman, no sólo en México sino en todas parte del mundo. Quizá de todos los premios Nobel, el del 98 sea el más querido. La gente lo rodea a ver si les hace el milagro, El evangelio según Jesucristo es el evangelio según Saramago.
En 1980 publicó una novela, Levantando del suelo, acerca de los campesinos del Alentejo, y durante tres años buscó cómo narrar esa historia hasta que pasó por encima de las reglas sintácticas y devolvió a los campesinos en sus propias palabras lo que ellos le habían dado tal y como se lo habían dado, es decir, su propio discurso, como si se hubiera convertido en uno de ello.
Su visión del mundo, como él mismo lo afirma, es pesimista: “Las razones que me llevan a contar una determinada historia –dice Saramago– tienen que ver con mi visión del mundo, de la historia y de la sociedad, y son razones bastante pesimistas, porque el mundo no me da ningún motivo para ser optimista, y eso es lo que aparece en mis libros”.
Y no es que Saramago no crea en la felicidad, sino que la considera una excepción, porque la vida es básicamente una carencia que la felicidad borra por un momento, la efímera negación de ese pesar que encontramos a la vuelta de la primera esquina. Basta leer el periódico para recordar puntualmente que las facultades humanas se desperdician diariamente en la brutal invención de armas y artefactos cada vez más especializados en una única y estúpida misión: exterminar a mujeres y a hombres. A veces Saramago se indigna: “Yo no sé cómo nos atrevemos a decir que la raza humana es magnífica. Creo que es tiempo de aceptar que somos unas bestias”.
Como lo recogió Mónica Mateos, Saramago es aún el muchacho que escuchaba la voz de sus dos humildes abuelos: “Sigo siendo el nieto de ese hombre y esa mujer y no quiero perderlos, es decir, no quiero olvidarlos, ni mis orígenes, mis raíces, la casa pobre, el suelo de tierra, la lluvia que entraba, los cerdos al lado. De esa gente que pareciera que no lleva dentro más que la brutalidad de su propia vida aprendí casi todo lo que he escrito, o por lo menos quedó el terreno bien preparado para la siembra de todas esas palabras”.
Por esos abuelos sobre los que ha escrito páginas admirables, Saramago se alía a los indios de Chiapas. Por eso entiende a los que sufren a manos de otros hombres. Los personajes de José Saramago son casi tan entrañables como él: Ricardo Reis; el modesto José de Todos los nombres, y José, el carpintero de Nazareth, cavan hondo y van subiendo por nuestras venas, y nos conducen como topos por túneles de aflicción, hasta que nos invaden con su desesperanza.
La mirada del alma
Saramago escribe en nuestro más íntimo silencio y gracias a él levantamos la vista. Dejamos de leer y miramos más allá en un punto donde quizá podemos leernos a nosotros mismos. Hay puertas que no nos atrevemos a abrir. Escuchamos la llave que gira dentro de la cerradura y el llanto callado de Marcenda, la que tiene una mano inservible. Dentro de ese silencio es posible también que las palabras de Saramago nos enseñen a ver, pero a ver como ven lo ciegos: para adentro, con el alma.
Nos persigue la ley, nos persigue la vida. La vida nos vive, como dijo el poeta jaime García Terrés. Dudamos de todo, porque más que de certezas, el hombre es un ser de dudas. “Yo tengo todas las dudas del mundo, las mías y las de los otros”, dice Saramago. “Mi obra de alguna forma es una reflexión sobre el error y la duda”.
Y añade. “Tenemos algunas certezas. Sabemos, por ejemplo, que la honestidad es preferible al engaño, que el amor es mejor que el odio. Pero esas certezas, esas cualidades que yo considero como certezas, no son las que mayoritariamente han guiado a la humanidad”.
La escritura de Todos los nombres comenzó cuando Saramago busca el acta de defunción de su hermano, muerto a los cuatro años. Investigó en el hospital, en los ocho cementerios de Lisboa (que después darían luz al cuento Reflujo), en registros y archivos... hasta que encontró la comprobación. Convencido de que la gente muere verdaderamente cuando se le olvida, Saramago logró demostrarle al registro civil que un hombre es algo más que una tarjeta (nombre, nacimiento, divorcio, muerte) guardada en algún polvoso archivero al fondo de un pasillo oscuro.
Ensayo sobre la ceguera es un libro desgarrador, en el que todos se van quedando ciegos (médicos, ladrones, mujeres de excepción, muchachas de anteojos oscuros, niños estrábicos) en una alegoría de la condición humana que olvida la responsabilidad ética que implica el ver, el tener ojos cuando otros irremediablemente los han perdido. La muchacha de los anteojos oscuros dice una frase memorable: “Hay dentro de nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”.
Tal vez sea eso lo que nosotros buscamos: no el nombre que nos dieron, sino nuestro verdadero nombre, el que algún día vamos a encontrar. Es el que buscamos, a lo mejor sin saberlo, en cada una de las cosas que hacemos. Como cuando estamos a punto de dormir y pensamos en una palabra que es la que nos conduce al sueño, pero es una palabra que se pierde en el momento en que nos dormimos y jamás volvemos a recordar en la vigilia.
El mundo está oscuro
Consecuente consigo mismo, Saramago vincula su obra a las causas sociales, que son siempre políticas. Ejemplo de ello es el cuento La Isla Desconocida, que recaudó 281 mil dólares para víctimas del huracán Mitch. Fueron entregados a la Cruz Roja y utilizados para la reconstrucción de quince escuelas en América Central.
En agosto de ese mismo año rechazó el título de doctor honoris causa que le deseaba entregar la Universidad de Pará, Brasil, al saber que en esa región, el gobernador Almir Gabriel era el mismo que había ordenado la matanza de 19 militantes del movimiento Campesinos sin Tierra.
Su solidaridad con los más olvidados lo ha hecho enfrentarse a gobiernos y a líderes corruptos, y acercarse a jóvenes universitarios, indígenas, hombres y mujeres que se encuentran en desventaja y en situaciones injustas. Para el suplemento Foto, que dirige Raúl Ortega en La Jornada, preparó un número sobre Chiapas con Sebastião Salgado, a quien ya le había prologado un libro, Terra, acerca de los sin tierra, los desposeídos de un bien esencial para su existencia.
Cuando el 6 de julio de 1999, José Saramago recibió la medalla de honor de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander, dijo: “Me gustaría ser recordado por esa cosa tan sencilla aparentemente, pero no tan corriente, como es el hombre bueno que sin proponérmelo he hecho todo lo posible por ser”, y abogó por una revolución de la bondad.
Tal vez, como él mismo reconoce, no se trata más que de un disparate, pero consiste en que cada mañana, al levantarnos nos propongamos no dañar a nadie y darnos cuenta que de nada sirve aferrarnos a nada, como nos lo enseña Milton en su Paradise lost, y El evangelio según Jesucristo, un libro que nos atañe a las mujeres que damos a luz a dioses y ángeles caídos, a ganadores y a perdedores (amamos siempre mas a los perdedores que a los que triunfan), y nos oponemos a la salvación de un solo niño a costa de la muerte de todos, porque es inaceptable que uno viva si no van a vivir todos, y aspiramos al cielo de la anunciación a María de Saramago, a esa visión de belleza casi insoportable en la que todos y todas comen lo mismo y a la misma hora. Aunque José Saramago, desde la incesante tristeza, comienza su relato El mundo de los horrores con una afirmación que nos atrapa más que la belleza. “Esta mañana, al salir a la calle, me di cuenta de que el mundo estaba oscuro”.
Palabras que la escritora mexicana pronunció como preámbulo a la charla que el escritor portugués ofreció en diciembre de 1999, en el Palacio de Bellas Artes
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