José María Pérez Gay
¿Qué puedo decir de José Saramago en tres o cuatro cuartillas que no se haya dicho antes? Debo confesar que no sólo soy su amigo, sino también un lector adicto y confeso. Por lo demás, no sobra decirlo, estamos ante uno de los mayores novelistas de nuestro tiempo. No puedo proponerme una revisión de toda la obra de Saramago, sino sólo de una novela me parece clave en su obra.
La obra de José Saramago ha cobrado como pocas obras literarias una vida propia de un enorme significado, se lee en cantidad de idiomas, es una referencia obligada en la historia de la literatura contemporánea. Su primera novela –publicada en 1947, a los 25 años de edad, tuvo una vida corta. Después de Terra do Pecado, treinta años más tarde, Saramago publica otra novela: Manual de Pintura e Caligrafia. No son muy frecuentes los escritores que han abierto un lapso de tiempo tan largo entre una novela y la siguiente. Sin contar desde luego A Clarabóia, un texto que nunca se publicó. Saramago hizo entonces muchas cosas: trabajo como editor, escribió en los periódicos, tradujo libros y escribió poesía. Y así después de treinta años irrumpe en el mundo de la novela con un resplandor que brilla cada vez más. Levantado del suelo (1980) es una novela que ya nada tiene que ver con aquella Terra do Pecado. Nuestra ignorancia de la literatura portuguesa es oceánica. Por ese entonces, 1947, en Portugal estaba vigente el neo-realismo Alves Redol publicaba Porto Manso –y empezaba el descomunal el Ciclo Port–Wine–, Alfonso Ribeiro, Escada de Servicio; Miguel Torga, Odes y Regio Historias de Mulheres e d’A Velha Casa. Al mismo tiempo se publican los Cuadernos de poesía; Jorge de Sena publica Coroa da Terra; Sophia de Mello Breyner, Dia do Mar y el joven Sebastiao da Gama publica Cabo da Boa Esperança. Los novelistas de otra generación siguen publicando: Ferreira de Castro, A La a Neve; Aquilino, O Arcanjo Negro y la aparición tardía del surrealismo de Lisboa, con Cesariny, O’Neill, Antonio Pedro y José Augusto França.
El año de la muerte de Ricardo Reis pertenece a un misterioso rango de la literatura: las obras únicas; es una novela que no se parece a ninguna otra: surge, se nutre y se agota en sus propios límites, hasta configurarse como un mundo alucinante y autosuficiente, aislado y ennoblecido por su propia singularidad. Ese proyecto novelístico, sin duda uno de los más apasionantes del Siglo XX, no se habría dado sin esa etapa decisiva, de creación literaria y de reflexión meta artística. Un ensayo de novela que encerraba toda la obra. Desde el principio de la novela, la historia es la propia novela, la de su propia escritura. Aquí se condensa también la historia de una ciudad, Lisboa, y de un país: Portugal. Ricardo Reis, un heterónimo, va en busca de su autor, Fernando Pessoa, uno de los mayores poetas del siglo XX. La sola idea es deslumbrante. Cada lector es otra novela; cada novela, otra novela. Cada vez que releo la novela, de golpe, se me vienen mil cosas encima: mi recuerdo tartamudea en alud amoroso, y en seguida se me aparece una ciudad blanca, cuyas calles y sus nombres son el mapa de la novela, no hay mejor descripción de Lisboa que El año de la muerte de Ricardo Reis, la ciudad del Tajo, la ciudad de Camöens y Eça de Queiroz. La Rua Garret, Rua do Carmo, la Rua nova de Almada, la Rua Serpa Pinto, la Calçada do Sacramento. Por la magia de Saramago, me detengo la Casa Havaneza y Ramalho Ortigao, a un lado del Café A Brasileira: “Ricardo Reis atravesó el Barrio Alto, y bajando por la Rua do Norte, llegó a la de Camoes, era como si estuviera en un laberinto que lo llevara siempre al mismo lugar, al monumento, a este bronce con pinta de hidalgo y espadachín, especie de D’Artagnan premiado con unas corona de Laurel (…) Yo solo aproveché un resto de ellos, las palabras que hablaban de ellos. Explique mejor esa tan divina y tan humana confusión. Según la declaración solemne de un arzobispo, el de Mitelene, Portugal es Cristo, Y Cristo es Portugal. Está escrito allí, Con todas las letras, Que Portugal es Cristo y Cristo es Portugal, exactamente. Fernando Pessoa se quedó pensando un momento, luego se echó a reir, con una risa seca, cascada, nada grata de oir. Qué país, qué gente, y no pudo continuar, había ahora lágrimas verdaderas en sus ojos, Qué país, repitió y no paraba de reirse. Y yo que creía que había ido demasiado lejos cuando en Mensagem llamé santo a Portugal, ahí está San Portugal, y viene un príncipe de la iglesia, con su archiepiscopal autoridad, y proclama que Portugal es Cristo, y Cristo Portugal. Si esto es así, necesitamos saber urgentemente qué virgen nos parió, qué diablo nos tentó, qué judas nos traicionó, que clavos nos crucificaron, qué tumba nos oculta y qué redención nos espera”.
El Año de la muerte de Ricardo Reis admite, lateralmente, la interpretación de la historia que Pessoa y Reis soñaron; al final nos espera el juego: la fiesta, la consumación de la obra, su encarnación momentánea y su dispersión. Desde un principio Saramago ya no tuvo por qué seguir optando entre el liderazgo y el martirio. Pocos autores, como Saramago tienen una literatura a la precisa escala civil. Esta armado –eso sí– de su inteligencia, su cultura y su prosa Es la suya una escritura democrática de un ciudadano y nada más, por excepcionalmente dotado que sea. Por esa misma razón puede escribir una novela como El hombre duplicado. En ese carácter tan democrático de su expresión no abundan sus antecedentes portugueses ni, mucho menos, españoles. Más que en modas anecdóticas o formales, en ideologías o en esquemas teóricos, la literatura en Saramago se dio en su respiración civil: un autor que no se siente un solitario entre la gente.
“La madurez de una vida, como la madurez del día –escribe Saramago– no se revela en la hora incierta del atardecer, sino en el momento pleno, cenital y vibrante del mediodía en que el sol, cumplida ya su trayectoria ascendente, parece detenerse a contemplar, hurtando la sombra a seres y cosas, los frutos de su carrera. La obra de José Saramago, desde el Manual de Pintura y Caligrafia hasta el El ensayo sobre la lucidez ha permanecido siempre en el mediodía de su vida. A sólo unos meses de distancia, esta novela encarna una real aventura intelectual, un enriquecimiento, un momento de veras encarnizado de la cultura crítica contemporánea.
Cuando pienso en José Saramago, mi amigo, siempre recuerdo esa historia jasídica que cuenta Martin Buber. “Un forastero llegó a visitar al rabino Alejem y le preguntó: Rabino ¿qué es mejor, la inteligencia o la bondad? El rabino contestó: por supuesto la inteligencia, ella es el centro de la vida. Pero si uno tiene sólo la inteligencia y no la bondad, es como si tuviera la llave de la recámara principal y hubiera perdido la de la puerta de su casa “. Siempre he pensado y estoy seguro de que José Saramago, como muy pocos, tiene las dos llaves de su casa.
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