Víctor Flores Olea
En la consideración real del próximo Presidente de la República no hay más de cuatro nombres efectivos: Enrique Peña Nieto, Manlio Fabio Beltrones, Andrés Manuel López Obrador y Marcelo Ebrard. Muchos dirán tal vez que estiro demasiado la liga y la lista. Me animo a nombrar a los más frecuentemente mencionados, pensando que de todos modos habría alguna oportunidad histórica para que el país viva su primera justa electoral con relativa transparencia.
Por razones objetivas, habría que eliminar a varios de los actuales candidatos del PAN, que después de 12 años se han mostrado absolutamente incompetentes, iletrados para gobernar, diría Carlos Monsiváis. Con el país al borde del abismo, todavía alguna fanfarronada de final de fiesta. Sobre los candidatos sobrantes del PAN no vale la pena pronunciar palabra alguna.
Por lo que hace a los candidatos del PRI, las fiestas seguramente no han terminado, en primer lugar por el aparato organizativo con que cuentan. Negocios desde la cúpula, pasando por los gobernadores y legisladores, federales y locales, y madeja de complicidades elaborada desde hace décadas.
¿Se trata de orientar al país en una dirección nacional y de poner freno a la “venta de garaje” desnacionalizadora? ¿Se trata de emular a los demás países “demócratas” que tenemos a nuestro alrededor y de construir una “democracia” en la que sólo deciden los núcleos de poder y los núcleos financieros? ¿Se trata de echar por la borda lo que ha sido la mejor parte de nuestra historia, incluidos retazos importantes de la Revolución Mexicana que nos dieron personalidad latinoamericana y mundial?
La cuestión con la Revolución Mexicana no ha sido la de sus logros, que no han sido pocos, sino la de sus abandonos radicales, que han sido infinidad, hasta el punto de que hoy, vista en su espejo, aparecería absolutamente distorsionada, causando el más serio escándalo entre quienes la construyeron como uno de los movimientos sociales radicales y lleno de promesas a principios del siglo XX.
Pero, además de la traición a sus principios, el otro aspecto que la ha modificado absolutamente es el de la distancia entre los hombres que vivieron la revolución o que estuvieron cerca de sus esfuerzos, y los nietos de ahora, que en el mejor de los casos han aprendido a entonar ciertos estribillos en sus discursos que no cree nadie ni con la mejor fe del mundo. Y la mejor prueba es que, habiendo tenido la oportunidad de construir una oposición en serio, apenas se dedicó a una fiesta de negocios con el PAN y guardó el más estricto silencio sobre las líneas constructivas que aún requiere México en lo económico y político.
Por lo que hace al PRD, nadie puede ocultar en este país el oportunismo con que, en términos generales, se distinguieron sus gobiernos, en distintos niveles y circunstancias. Lo más dramático es que al finalizar la década de los 80 y a principios de los 90 parecía que México volvería a algunas de sus tradiciones de izquierda, por ejemplo en materia social o de política exterior. Desafortunadamente el fogonazo organizativo que significó el PRD muy pronto mostró las fragilidades de una izquierda sin elaboración teórica ni búsqueda de las necesidades actuales con la historia del país. Lo nacional-popular, como arco de sostén de una izquierda mexicana y latinoamericana, pronto se derrochó en pequeñas sectas sin ambiciones.
Por desgracia, por estas razones y otras que pudieran recordarse, la izquierda mexicana no ha podido “cuajar” en un amplio movimiento de masas que tuviera un peso electoral definitorio. Vamos a 2012 con esperanza de que las masas populares reaccionen y vean con claridad que su futuro está en la izquierda –naturalmente en una izquierda renovada y reforzada por el propio movimiento de masas–, una izquierda que tendría como columna vertebral los dirigentes a quienes hoy mismo se postula como candidatos a la Presidencia de la República.
Sin ponernos rigoristas, Andrés Manuel López Obrador, Marcelo Ebrard y Cuauhtémoc Cárdenas representan a una izquierda que cuantitativa y cualitativamente tiene gran mérito y, de candidato a candidato, superan largamente en todos los terrenos a sus equivalentes de los otros partidos. Desde el punto de vista de la izquierda “la caballada no está flaca”, sino es capaz de cumplir sobradamente su papel de “promesa de un futuro mejor”.
Naturalmente que no basta ser un buen candidato como prospecto para que el fiat se produzca en esa dirección. Muchas otras condiciones son necesarias para que la potencia se realice, pero resulta ya una ventaja señalada llevar la delantera en cuanto a las candidaturas, que representan potencialmente un fuerte liderazgo.
En el plano de la inteligencia su capacidad de movilización (propia y ajena), con fundamento en análisis certeros de la realidad. Y, claro está, su capacidad de proponer y realizar un futuro más consistente que el actual. Para el PRI, apenas modestamente algunas ideas sociales de principios del siglo pasado. Y cuando se pone “moderno”, las izquierdas de otros lugares las juzgarían perfectamente atrasadas. Para el PAN algunas ideas decimonónicas, empatadas con las suyas de hace más de dos siglos, representarían el mejor perfil del atraso en que vive.
El gran problema es el electoral mismo, el fraude probable, que ya se presentó en 1988, o en 2006. De ahí la necesidad de una severa vigilancia en las casillas, mesas y distritos electorales. En el horizonte de un inmenso fraude electoral debe procurarse la movilización ciudadana sin límites, en el estricto control de los procedimientos.
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