Octavio Rodríguez Araujo
M
ás allá de la parafernalia del acto en Las Margaritas, Chiapas, lo cierto es que la Cruzada Nacional contra el Hambre parece ser un programa que, con las reservas que nos producen los actos de gobierno, podría ser benéfico para millones de mexicanos (se calcula que en principio para poco más de 7 millones).
Las cifras sobre la pobreza alimentaria, que es menor a la pobreza patrimonial (ingresos de la población), no son homogéneas, dependen de la institución que las produzca. Sin embargo, se acepta que la pobreza alimentaria pertenece en primer lugar a quienes en general viven en pobreza extrema, es decir, entre 12 millones y 15 millones de mexicanos. La Cepal los llama indigentes, y lo son.
La mayor parte de los pobres extremos viven en los estados con menor desarrollo del país: Chiapas, Guerrero y Oaxaca, pero no exclusivamente. Suele criticarse que las estadísticas sobre pobreza sean contempladas con base en la multidimensionalidad del problema, porque así considerado nos da resultados menos realistas, pero si sabemos separar las tres dimensiones utilizadas para medir la pobreza (la alimentaria, la de capacidades y la de patrimonio) encontramos que su solución no debe ser solamente mejorando la alimentación sino también las capacidades de la población y sus ingresos. La superación de estas tres dimensiones tiene que mejorar, en principio, la calidad de vida de quienes padecen sus carencias. Quien está bien alimentado produce más y puede atender más fácilmente la educación (si se le ofrece realmente), quien tiene ingresos por encima de una cierta cantidad mínima para vivir dignamente puede alimentarse mejor, quien cuenta con educación e ingresos suficientes puede mejorar su dieta alimenticia, y así en las posibles combinaciones. El problema, como lo veo, sin ser economista ni demógrafo, es multidimensional, y en general así se presenta en las estadísticas tanto de Naciones Unidas como en nuestras instituciones del ramo. Que con estos criterios pueda enmascararse la pobreza extrema al basarla en promedios de las tres dimensiones, me parece irrelevante, ya que lo real no puede ocultarse al desglosar los indicadores. El hecho crudo es que alrededor de 13 millones de mexicanos viven con carencias inaceptables desde cualquier punto de vista, y que el problema debe enfrentarse con seriedad, más allá de la demagogia típica de los gobiernos y de la búsqueda de legitimidad en el interior del país y hacia el exterior.
Si como dice el decreto que establece el Sistema Nacional para la Cruzada contra el Hambre (Sinhambre), se trata de una estrategia federal de inclusión y participación social, con el concurso de los gobiernos estatales y municipales, y no de una política asistencialista tipo Teletón, no podemos reprobarlo a priori, ni siquiera por el riesgo de que mis lectores crean que ya fui cooptado. El hecho de que el programa contemple, todavía a nivel declarativo, la promoción de la producción de alimentos y aumentar el ingreso de los productores rurales, nos habla de una política sensata y no asistencialista. Otra cosa es que se logre y no resulte como la promoción de empleos de Calderón: una farsa.
La demagogia es uno de los recursos más comunes de cualquier gobierno que busca un cierto grado de aprobación. Digamos que es inevitable, pero aunque estemos convencidos de que al decreto hay que sacarle por le menos raíz cuadrada por cuanto a su viabilidad y concreción, lo planteado es mejor que nada, pues ciertamente el problema de la miseria de tantos mexicanos no puede ni debe ignorarse. Que las buenas intenciones, si acaso, se toparán con los intereses de los empresarios rurales y urbanos, con los beneficiarios de la pobreza que pueden manipular incluso para el establecimiento de salarios, no hay duda y ya veremos si el programa va en serio o es un mero paliativo para aumentar, aunque sea un poquito, la capacidad de los mexicanos más pobres para convertirlos en consumidores y reactivar así la deteriorada economía mexicana.
Quiero pensar que al margen del acto en Las Margaritas, que no gustó a los expertos en coreografía, el problema de la miseria y la propuesta peñista para al menos mitigarlo es una política emblemática mucho más importante que llenar de cadáveres el país. Los expertos y la oposición han dicho que para evitar que los jóvenes se vayan a los brazos del crimen organizado es necesario dar empleos y educación, mejorar las condiciones de vida de más de 50 millones de mexicanos y no sólo de los pobres extremos. Si el programa contra el hambre se acompaña de creación de fuentes de empleo y de mejoría de la educación y la salud, puede ser que el país suba en su posición en el Índice de Desarrollo Humano, que por ahora es de 0.77, ocupando el lugar 57 de los 187 países considerados por el PNUD. Me quedo, por ahora, con las dudas propias de un descreído y les aclaro a mis lectores que no he sido cooptado ni me interesa serlo. Mi candidato era López Obrador y si él hubiera triunfado quizá habría intentado algo parecido a lo que se está tratando de hacer, aunque muy probablemente más en serio. No hay muchas formas de atacar el problema ni otras más originales para mejorar las condiciones de los miserables. Lo que se haga para sacarlos de la pobreza extrema, por cuestionable que sea, es mejor que dejar las cosas como están.
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