Bernardo Bátiz V.
E
l Cerro de la Estrella, en la delegación Iztapalapa, es una raquítica área verde, un pulmón enfermo en medio de la mancha urbana que lo cerca por todos lados. Se trata de un volcán extinguido hace miles de años, que por ser una elevación solitaria en medio de la llanura, al sureste del valle de México, es visible desde distancias considerables; su importancia deriva, además, del papel destacado en la historia de la antigua ciudad prehispánica, rival de Tenochtitlán, que creció a sus faldas.
Debe su fama a que en su cumbre, cada 54 años, se encendía el fuego nuevo con el que los aztecas y otros pueblos del valle iniciaban un nuevo ciclo astronómico; en nuestra época se le conoce por la celebración, cada Semana Santa, de la Pasión de Cristo, con actores vivos, vecinos de Iztapalapa y, finalmente en las últimas semanas, por el extraño caso de una supuesta o real manada de perros famélicos a los que se culpó de haber atacado y muerto a varias personas.
A esto último, y a las denuncias de pobladores de zonas limítrofes con el cerro, de que en sus cuevas y parajes solitarios viven y se drogan personajes marginados de nuestra sociedad, se debe que el nuevo jefe delegacional, Jesús Valencia, haya ofrecido convertirlo en lo que debe ser, un lugar de paseo, un parque seguro, bien vigilado y un pulmón verde en medio de la urbe gigantesca.
Esa es ciertamente la vocación natural de ese accidente geográfico; desde el 24 de agosto de 1938 es uno de los Parques Nacionales declarados por el presidente Lázaro Cárdenas, a quien tanto debe nuestra nación. Entre 1936 y 1938, Cárdenas, además de repartir latifundios para dotar de tierras a los campesinos, de rescatar el petróleo, fomentar las cooperativas, impulsar la organización sindical y mucho más, se dio tiempo para establecer por todos los rumbos del país áreas naturales especialmente protegidas, mediante decretos que las constituyeron en Parques Nacionales.
De los más de 60 Parques Nacionales declarados para su conservación en estado natural y evitar sean alterados o contaminados por la actividad y las construcciones humanas, cincuenta y tantos se los debemos al gobierno cardenista; en el Distrito Federal tienen ese carácter las Cumbres del Ajusco (el más extenso), el Desierto de los Leones, el Cerro del Tepeyac; las Fuentes Brotantes de Tlalpan; las Lomas de Padierna y el Cerro de la Estrella.
Todos han sido descuidados y algunos, como Lomas de Padierna y las Fuentes Brotantes, prácticamente han desaparecido. El parque más importante, las Cumbres del Ajusto, está hoy muy deteriorado por invasiones, casas de potentados, pistas de motos y bicicletas, campos para gotcha (guerritas con balas de pintura), innumerables caminos y una carretera sin ningún sentido que circunda las cumbres principales, que son el Pico del Águila y la Cruz del Marqués.
Esta carretera se la debemos, no se si por negocio o por ignorancia, a un olvidado secretario de Obras Públicas; su construcción rompió la unidad ecológica de la montaña, ha propiciado la deforestación y la erosión de las laderas y la extinción de especies, plantas y animales, propias de las partes altas que rodean la cuenca del Valle.
En general, de los Parques Nacionales de nuestro DF, nos queda poco, pero eso que hay debemos que rescatarlo y cuidarlo; hoy, que el Huitzachtépetl (nombre náhuatl del Cerro de la Estrella) está de moda y atrae la atención por lo que sea, debemos aprovechar el momento para su rescate.
Es la oportunidad de preservarlo como parque protegido, devolverle la extensión de mil 100 hectáreas que tuvo en su origen y repoblarlo de árboles, no eucaliptos que deterioran la tierra y el paisaje, sino de los propios de la zona: pinos y oyameles, así como zacate, nada más, la naturaleza hará lo suyo y las autoridades sólo tendrán que cuidar el orden y vigilar, sin excesos, respetando a visitantes humanos y caninos.
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