Adolfo Sánchez Rebolledo
M
ientras los días pasan sin que la sensación de horror disminuya, la tragedia de Iguala deja un rastro de incertidumbre que nos envuelve a todos como sociedad. Es natural que la indignación, la cólera, el rechazo, sean los sentimientos dominantes. La protesta pacífica ganó la partida a la indiferencia y le dio a los padres y familias de las víctimas el derecho a no olvidar, a impedir que, como en otros tiempos, el miedo hiciera la diferencia. Su palabra, irrebatible, no puede acallarse porque sintoniza con la sensibilidad a flor de piel de los jóvenes cuya imagen se refleja en el espejo oscuro de las fosas clandestinas que suman millares en todo el país; con el hartazgo de las promesas incumplidas de quienes disponen del poder, con las urgencias de una sociedad ignorada en sus carencias esenciales y cansada de repetir el juego cansino de las libertades aparentes. Iguala es la expresión del país que somos aunque ni ella ni Ayotzinapa existan en el imaginario de los que dominan o sean sólo una nota negativa pero pasajera en la gran prensa global. La tragedia radica en la crueldad de los asesinatos a sangre fría, y más aún en la ceguera que impidió evitarlos a pesar de los ríos de recursos y vidas, en la increíble capacidad de dormir tranquilos cuando ya se sabe que bajo nuestros pies yacen decenas de miles sacrificados en la guerra contra el Mal.
La cruda realidad de los desaparecidos cuestiona el sentido de la vida en sociedad, inutiliza el futuro, lo resquebraja como opción. Ni siquiera el derecho al duelo queda intacto. Sin embargo, los rostros casi adolescentes de los normalistas no se desvanecen, permanecen, sus nombres nos acompañan sin dejar de insistir en la acusación que los poderes no escuchan. Quizás sea la hora de abrir las compuertas del debate, de ajustar el curso de una movilización que sólo puede considerarse exitosa si consigue mantener y acrecentar la simpatía de millones y alientan cambios significativos.
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En medio del dolor hay quienes dictan verdades de oficio y deciden qué hacer por los otros. La tragedia los invita a resolver de una vez por todas las causas que están en el principio de la tragedia. Ellos las saben de memoria. Están inscritas en su catecismo a buen recaudo del aire fresco. Y son muy valientes con la integridad de los demás. Cuando se pide mesura para fortalecer la protesta, ellos esperan embozados para atacar con fuego y desatar el choque que era evitable. ¿Ellos?
No conocemos sus rostros pero son los de siempre, aquellos que no reivindican sus actos pero enturbian la oportunidad de que los movimientos crezcan. Es posible que muchos crean de buena fe que no hay otra camino que no sea la violencia instantánea, la emoción al servicio de la negación, sin que la reflexión tenga sentido frente a la superioridad del dogma. Puede ser que lo crean. Pero también puede ser que ellos sean agentes provocadores reclutados en el mundo marginal del desempleo juvenil, en la desesperanza instalada como rasgo de una implosión autodestructiva. No es asunto de apariencia o de doctrinas, es cuestión de actos.
Cada vez que ellos atacan, las autoridades repiten que los tienen identificados, pero después no ocurre nada. Los cuerpos de seguridad se cansan de apresar inocentes pero jamás descubren a los provocadores, lo cual refuerza la desconfianza y envenena el momento.
Los recientes incidentes en la UNAM no pueden explicarse al margen de la provocación que ya ha dado otros golpes, como el incendio del Metrobús, pero es evidente también que la provocación se alimenta de un clima propicio, en el cual se privilegia la acción directa sobre el debate, el diálogo, los acuerdos.
No será sencillo impedir que las inercias conduzcan a que la movilización por Iguala, que es un soplo de aire fresco sobre la mortecina realidad de un país empantanado, culmine en una nueva represión, cuyas consecuencias tendrían costos impredecibles.
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Circula por las redes sociales el texto México: las ruinas del futuro, elaborado por el Instituto de Estudios de la Transición Democrática, en el que se invita a revisar los hechos y las lecciones preliminares de los terribles acontecimientos de Iguala, en un intento de evitar el reduccionismo que desborda algunas de las ideas a debate. Los autores consideran que el crimen de Iguala es el peor en lo que va del siglo,
porque resultó una prueba indudable de la connivencia entre policías, autoridades y bandas delincuenciales. Como ningún otro episodio criminal en México, ha exhibido el fracaso del Estado y de los gobiernos, en tramos y en obligaciones fundamentales.
Ante esta situación, la sociedad tiene alternativas limitadas que en última instancia plantean, o bien la reforma en profundidad del Estado, que se ha quedado atrás de las necesidades de la sociedad y el país, o bien el ajuste superficial que le permita a las élites oligárquicas posponer los cambios que ya se plantean a flor de piel.
Reformar y rehabilitar el Estado, dice el documento, es –debe ser– el propósito mayor de nuestro tiempo, precipitado ahora por acontecimientos terribles. La ilusión según la cual primero
las reformas estructurales que necesita el paísy luego la equidad, el reparto, el cambio institucional y el estado democrático de derecho, se ha demostrado trágicamente falsa en estos días aciagos. En cambio, ante los graves acontecimientos urge una agenda que de inmediato vuelva al tema de los derechos humanos, a la atención a las víctimas, a la discusión y rehabilitación del poder municipal, al examen serio de la pobreza y la desigualdad con especial dedicación a los jóvenes, la impartición de justicia como un eje de la reconstrucción nacional, el combate a la corrupción y la recuperación del sistema de normales que la
utopía conservadoradio por muerto y, desde luego, al debate acerca del régimen político y el presidencialismo en el contexto de una economía estancada en el mundo global.
Mañana veremos.
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