Luis Linares Zapata
C
omponentes vitales del Estado carecen, a juzgar por las encuestas de opinión recientes, de la legitimidad necesaria para operar con eficacia. La carga de sentimientos populares negativos lastra instituciones que son indispensables para retornar, como se ansía desde las cúpulas, a la llamada normalidad. La serie de golpes asestados en su confianza y rectitud las ha llevado, si no a la parálisis, sí, cuando menos, a un defectuoso accionar. El mismo Ejército, hasta hace poco un cuerpo bastante sano a juzgar por el aprecio ciudadano anterior, muestra las profundas huellas de recientes tumbos y heridas. La Iglesia católica, otrora agrupación de cierto respeto, apenas rebasa hoy el límite de la condena. Y así por el estilo aparecen, ante la severa mirada de los mexicanos, entes electorales (CNE y TEPJF) claves para la continuidad de la lucha pacífica por el poder. La cuesta para la recuperación de la credibilidad perdida se ve, al menos por ahora, muy empinada.
El aprecio por la política, los políticos, el Congreso, los partidos y los distintos poderes de la República ha caído a mínimos peligrosos en su evaluación popular. La democracia ya no es un horizonte apreciado por las mayorías del país. El manoseo ha sido, en especial durante las recientes tragedias, tan inclemente como destructivo. El gobierno priísta, surgido hace apenas dos años, absorbe, en su núcleo básico, tajos que, sin duda, le impiden estar a la altura de los presentes retos, pues la inseguridad aumenta, la economía se tambalea, el ámbito externo conlleva hostilidades varias y la ética pública sufre rudos hachazos en sus más altas esferas. El desanimo, por tanto, es generalizado y no se descubre, lugar o momento futuro alguno, donde se pueda confluir y encontrar apoyo y tranquilidad.
Variadas son las sugerencias de cambio que emanan desde la sociedad. Unas son presentadas por la crítica que se expresa en la prensa de fondo o la academia. Otras surgen de los mismos movimientos que han ganado la calle. Pero, allá en las alturas del poder no se observa algo semejante a una respuesta. Vaya, ni siquiera se perciben los ecos que se desprenden de las angustiadas voces ciudadanas. El Poder Ejecutivo federal en pleno se arrellana alrededor de su centro de confort y no muestra señal, por mínima que sea, de contar con el talento y la determinación para enfrentar el desafío reconstructor del presente. Con pasmosa claridad se le ve rebasado. Tal y como ha trascendido, el presidente Peña Nieto juzga que nada adicional tiene que informar sobre el cúmulo de interrogantes que flotan a su derredor. Su accionar y conducta, expresa orondo, se apega a las normas más estrictas. Lo mismo opina su segundo en el mando. El Congreso, por su parte, se enrosca y, al parecer, no iniciará acción que pueda desentrañar el enredo cupular. Mientras, los trafiques de influencia, los conflictos de interés, los moches, los francos sobornos y la avidez por los negocios a cargo del erario común se pavonean sin recato.
El empresariado, sobre todo el de gran tamaño e influencia, sin disonancias y en pleno, pide dos cosas solamente: aflojo fiscal y mano dura. El priísmo de élite, siempre atento a las pulsiones y deseos de la plutocracia para la que gobierna casi en exclusiva, se apresta a cumplir tan puntillosas exigencias. Y agrega, con la soberbia versión hacendaria, que no habrá variantes en el mísero salario mínimo. Continuará, por tanto, la voraz desigualdad. La escasa sensibilidad y poca inteligencia que ahora se les achaca como divisas no los llevará a buen puerto. El telón de fondo que los debía amparar está, como se dijo al inicio de este artículo, desgarrado. No tienen, como fracción partidista de mando, la legitimidad que se requiere para intentar medidas de fondo o ensayar cualquier forma de represión.
No pueden tampoco modificar, aunque sea un poco, las realidades virales que impone el modelo vigente. Los achaques económicos (devaluación del peso, caída de ingresos petroleros, inflación, deterioro de las balanzas, comercial y de pagos, etcétera) que anuncian su maligna presencia no podrán ser corregidos o aliviados con mayor deuda para incrementar el gasto y la inversión. El volumen de utilidades de las grandes empresas junto a la feroz acumulación del capital son indicadores irrebatibles de su ventajosa carrera frente al ingreso de los trabajadores. Este ingreso, lejos de crecer, disminuye. Eso quiere decir que el capital no se contiene al apropiarse de la nueva riqueza cotidianamente generada, sino que, con todo cinismo y rapacidad, se apaña porciones crecientes de lo poco que las masas precarizadas aún conservan. La élite gobernante y sus aliados han decidido perseverar en sus rutinas y confiar en milagros de manos ajenas que los alivien de sus tribulaciones. Mientras este idílico panorama se materializa, volverán a sus encuadres usuales: intensa propaganda y una narrativa de toque positivo e ideal. El uso de la televisión, esperan confiados, los sacará del hoyo, donde no pueden ya ni acomodarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario