Adolfo Sánchez Rebolledo
L
a sociedad moderna vive, vivimos, como si la violencia fuese un elemento extraño, desde luego indeseable y hasta cierto punto excepcional, pero, por desgracia, no es así. Los medios de información dan cuenta cabal, detallada, incluso obscena, de hasta qué punto sobre los valores que orientan la convivencia civilizada persiste el desprecio por la vida que en sus formas mas destructivas cruza, sin admitirlo, intereses, religiones, ideologías, culturas. Nos negamos a admitir que la violencia, descontando su papel legítimo, condiciona el presente y determina el futuro, que más allá del egoísmo o la ambición, ésta tiene causas, orígenes y ámbitos de funcionamiento que la hacen parecer como inevitable. Por lo demás, estamos sometidos a su influencia de manera explícita o subliminal, condicionando las emociones y los reflejos de cada individuo. En rigor, el
pacifismoes una ilusión, la utopía de nuestro tiempo.
Hemos visto crecer el odio de la noche a la mañana, lo mismo en Sarajevo que en Siria, el estallido de interminables guerras fratricidas en África, las incursiones imperiales armadas con el poder de la tecnología arrasar ciudades milenarias en la lucha contra el terrorismo, justificando los peores excesos, lo que no es poco decir para los herederos de Hiroshima y Nagasaki, las víctimas de Vietnam carcomidas por el napalm, por no mencionar la Guerra Mundial, con sus cámaras de gas y millones de muertos ni de los gulags helados de Siberia o los selváticos cementerios de Pol Pot. Y hemos visto expandirse como una plaga bíblica las redes delincuenciales, la conversión de la vida humana en una mercancía intercambiable por dinero que deja sin base de sustentación toda moral colectiva, donde la sociedad criminal emerge sobre el modelo despótico de un orden individualista que exacerba la desigualdad.
Más allá de la indagación científica, exhaustiva, de lo ocurrido en Guerrero, es obvio que el problema nos trasciende y obliga a reflexionar más a fondo sobre lo que somos como comunidad en este mundo brutal donde la violencia, lejos de reducirse a los ámbitos clásicos, coloniza aspectos insospechados de las relaciones humanas. La estigmatización de ciertas regiones o las explicaciones improvisadas en torno a las causas y las responsabilidades derivadas de la obvia cadena de omisiones y complicidades, deberían darle paso a un examen más profundo, realista pero no autocomplaciente, sobre lo que somos aquí y ahora, en pleno siglo XXI. Años de corrupción, de indolencia ante la desigualdad como constante irreversible, de privilegios y de insularidad ética e intelectual (y luego de sumisión al catecismo del mercado), han creado una suerte de esquizofrenia en la cultura política que rechaza por un lado los atavismos del viejo autoritarismo pero no se atreve a construir nuevas formas de vida social, que busca
aplicarlo que imita sin pensar con cabeza propia si México, con sus problemas peculiares y una historia singular, tiene que buscar un camino propio, así le cueste entenderlo a nuestro vecino del norte.
Después de años de guerra contra el narcotráfico la delincuencia todo lo invade con sus métodos, instituciones y empresas, se apodera de resortes clave para la vida local e influye, sin duda, en el curso general del país. Las soluciones policiacas no han funcionado no porque no sean necesarias sino porque la sociedad esta sometida a una situación de pasmo defensivo que le impide reaccionar. Las cifras de muertos y desaparecidos dan idea de hasta qué punto el asunto corroe las entrañas de la nación y, sin embargo, no obstante todas las señales de alarma, los gobernantes dan la impresión de no asumir que estas son apenas la punta del iceberg de una crisis que va más allá de la inseguridad o de aspectos puntuales de la realidad económica o social.
La reacción a los hechos trágicos de Iguala marca un hito porque sacudió la conciencia nacional con un grito de hartazgo que inevitablemente toca al poder y sus prácticas. Es el primer paso de lo que esperamos sea un proceso continuo de participación popular con vistas a crear instituciones y formas de convivencia realmente democráticas, lo cual exige evitar, justamente, que la violencia se entronice una vez más como fórmula para la solución de los conflictos. La movilización ciudadana en contra de la impunidad y la injusticia no puede mimetizarse con los métodos atrabiliarios de quienes se dicen defensores del orden. Las llamas no sustituyen a las razones.
En días recientes conocimos el informe sobre la tortura practicada por la CIA para atacar al terrorismo. Viene a ser una suerte de catálogo de un gran violador de los derechos humanos que quiso darle lecciones al mundo. Es evidente que la tolerancia hacia el delito de Estado hunde a la razón en el mismo pantano que aspira a combatir y acaba por revertirse contra sus promotores...
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