Ayotzinapa, herida abierta
S
e cumplieron ayer siete meses de los asesinatos de tres estudiantes normalistas, la desaparición forzada de 43 más y otros tres homicidios y lesiones graves, perpetrados, según la versión oficial, por la policía municipal de Iguala y por la banda criminal Guerreros unidos. El caso provocó la caída y luego el encarcelamiento del alcalde de esa localidad y de su esposa, así como la separación del cargo del ahora ex gobernador Ángel Aguirre Rivero, en tanto que Jesús Murillo Karam, quien encabezó la investigación oficial, dejó la titularidad de la Procuraduría General de la República (PGR) en febrero pasado, cuando pasó a la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano. Hay, además, cerca de un centenar de detenidos por su presunta participación en ese episodio de barbarie, pero hasta la fecha la herida sigue abierta y ayer se realizaron diversas movilizaciones y actos en esta capital, en Chilpancingo –donde manifestantes incendiaron seis camiones repartidores– y otras ciudades del país y del extranjero, en demanda de justicia y esclarecimiento de los hechos.
Desde el 27 de septiembre del año pasado, cuando la opinión pública se enteró con horror de la barbarie policial y delictiva perpetrada en Iguala, se demandó una investigación creíble, procuración de justicia efectiva y la búsqueda de los muchachos desaparecidos. Sin embargo, desde los primeros días y hasta la fecha, el gobierno federal no ha sido capaz de convencer a la ciudadanía de la veracidad de lo que Murillo Karam llamó
la verdad históricadel caso –su versión de que los 43 normalistas desaparecidos fueron ejecutados y sus cuerpos, incinerados en una pira funeraria en el basurero municipal de Cocula–, de formular un mensaje convincente de compromiso con el esclarecimiento de los hechos y ni siquiera de comunicar empatía con las víctimas, sus familiares y sus compañeros.
Por su parte, la sociedad ha encontrado en la barbarie de Iguala y en el agravio permanente de la ausencia de los 43 desaparecidos un emblema de los incontables abusos, atropellos y omisiones de la autoridad y un símbolo de la violencia delictiva, policial y militar que se ha abatido sobre diversos sectores de la población desde hace casi una década. Y es que los episodios de esa violencia incontrolable se han saldado, en casi todos los casos, con la impunidad, la opacidad y la apuesta oficial por el olvido y el desgaste social, y se incrementa la desconexión entre la percepción gubernamental –violencia a la baja, excepcionalidad de las violaciones a los derechos humanos, fortalecimiento del estado de derecho– y las terribles realidades que padecen día a día miles de mexicanos. En tales circunstancias, las atroces agresiones de Iguala constituyen el punto central del desencuentro entre la indignación popular y la visión de las cúpulas institucionales, las cuales parecen estar más preocupadas por pasar la página que por ir a fondo en las investigaciones.
Si bien el movimiento gestado y articulado en torno a los padres y compañeros de los normalistas asesinados y desaparecidos ha dado señales de cansancio, entendibles después de siete meses de movilizaciones, parece ingenuo suponer que es posible restaurar la normalidad y la plena gobernabilidad si no se establece, de una vez por todas, por qué fueron asesinados y secuestrados en Iguala los normalistas de Ayotzinapa, si no se esclarecen las razones por las cuales la pesquisa ha quedado empantanada entre versiones contradictorias –de la que atribuía al ex alcalde José Luis Abarca la orden de ataque contra los estudiantes a la que postuló la tesis de una confusión que hizo pensar a los narcos locales que se enfrentaban con la incursión de una organización delictiva rival– y si no se informa qué fue de los 43 desaparecidos, dónde están. En tanto el gobierno federal no cumpla con esos requerimientos –fundados, por lo demás, en la legalidad– la herida seguirá abierta.
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