Ilán Semo
L
a historia del liberalismo en México se remonta a las postrimerías del siglo XVIII. Desde entonces, sus ideas sobre el gobierno del tiempo y de los cuerpos, sobre la ley y la religión, sus prácticas de poder y sus múltiples nociones sobre la sociedad nunca han dejado de ser un signo distinguible en el mundo de la política y la ideología, a veces cohabitando el centro de ese mundo, otras como una franja de su entorno. Pero sólo hay tres momentos en su larga historia en los que definiría por sí solo las coordenadas del imaginario nacional.
1) Sería un completo desacierto vincular las reformas borbónicas de la segunda mitad del siglo XVIII a la tradición liberal de la época. Y, sin embargo, en sus últimos años muestran ya rasgos de una suerte de protoliberalismo: un puente entre el antiguo régimen y el nuevo que estaba por emerger antes del estallido de 1810. Es un liberalismo temprano extraño y excéntrico. Mientras toda la tradición europea se orientaba a acotar el poder absolutista, los intendentes borbónicos se propusieron hacer más absoluto el poder monárquico. El resultado fue una suma de agravios: a la sociedad criolla, a sectores fundamentales de la Iglesia y a muchas comunidades indígenas. Lo que impresiona en el movimiento de Independencia no son tanto sus vacilaciones en torno a la definición de lo que sería la nación, sino la radicalidad de la guerra civil que desató.
Como en ninguna otra parte de América Latina, el intento de modernización borbónica, que sin duda reanimó las últimas décadas de la Nueva España, se tradujo en una auténtica catástrofe social. Humboldt, que llegó en 1803, hablaría de un
caos en los cielosy “un reino al que se le había arrebatado toda la sittlichkeit (léase: capacidad de convivencia)”.
La ironía fue que después de 1821 la república naciente resultaría todo, menos una república liberal. Los dominios de la Iglesia agraviada pasarían a ser probablemente mayores que en el siglo XVIII y el ejército, el único factor decisivo en la política. Fue contra esta suerte de república católica –¿hay otra manera de llamarla?– que se levantó la generación liberal de 1852 en la revolución de Ayutla.
2) Cada época tiene su propio orgullo, su propia marca. La de la generación del 52 fue, sin duda, la lucha contra la intervención europea, pero sobre todo, el porfiriato. Porfirio Díaz trajo paz a las élites gobernantes, pero no a la sociedad. A la variante de su liberalismo, Max Weber la habría acaso llamado un
capitalismo de fragmentación. La experiencia del porfiriato muestra que el liberalismo tiene poco de democrático y mucho de autoritario. Cada uno de sus grandes –y frecuentemente exitosos– proyectos: la inversión extranjera, los ferrocarriles, los puertos, el sistema educativo, estuvo basado en una técnica de gobierno que sólo aceptaba una denominación: el criollismo. La sociedad expropiada de la política no parecía estar dividida entre las élites y un mundo subalterno, sino entre éstas y un inframundo. La tesis de Amartya Sen es que sin contención alguna, la politicidad del liberalismo produce no simplemente desigualdad social, sino que es una forma de poder que atraviesa los cuerpos mismos. Es decir, el plano más profundo del agravio. Tal vez ésta sea una de las razones, entre otras, que dan cuenta de la radicalidad que adquirió la Revolución mexicana.
3) A su manera, la revolución modernizó al país. Hay una modernización revolucionaria en el proyecto educativo de José Vasconcelos –lo más cercano al concepto de aufbildung (formación) que conoce la historia del país–, en la proliferación de vanguardias artísticas en los años 20 y 30, en los escarceos de una sociedad civil todavía sujeta a las necesidades y necedades de los caudillos y, en particular, en la apostasía de la técnica, el vértigo que Jorge Cuesta tanto criticaría en la modernidad misma. Pero sobre todo: después de la catástrofe de 1929, modernidad significaría la utopía de un referente político que dejara atrás, sin suprimirlo del todo, el paradigma liberal. En Alemania este referente sería la malograda República de Weimar, en los 30; el new deal en Estados Unidos; en América Latina, las antípodas se moverían entre dos movimientos casi opuestos: el peronismo en Argentina y el cardenismo en México. En México, este giro desembocaría en un orden corporativo y autoritario. Un régimen que se prologaría hasta los años 90, y que sólo sería enfrentado por dos franjas que no provenían de la tradición liberal: la izquierda socialista y algunas agrupaciones del catolicismo político. En los años 90, en el seno mismo del sistema, a partir del periodo de Carlos Salinas de Gortari, surgiría una nueva versión de liberalismo que empezaría a socavarlo. Pero este es tema de otro artículo.
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