Bernardo Bátiz V.
P
ara el servicio de taxis en el Distrito Federal debería adoptarse el mismo principio del Plan de Ayala de Zapata para la tierra: el taxi debe ser de quien lo maneja.
Lo ideal para este servicio sería que cada chofer fuera dueño de su herramienta de trabajo, de su vehículo; que no laborara para otro y que se formaran asociaciones o sociedades cooperativas con el fin de atender pasajeros, con presencia en lugares en que se requieran, en centros comerciales, centrales camioneras, aeropuerto o bases bien localizadas en la ciudad, esto es, donde sean útiles y no estorben a peatones ni a otros automovilistas.
Pero esta utopía, que sería una contribución para desalentar el uso de automóviles particulares, está muy lejos de ser alcanzada; sería necesario un gran interés de las autoridades, créditos blandos a los trabajadores del volante, facilidad en los trámites y terminar con la corrupción derivada de la multiplicación de requisitos para licencias y permisos.
En días recientes, el gobierno de la ciudad sumó otro problema a los muchos que afronta, precisamente con quienes se dedican a prestar este servicio vital para la urbe y que están indignados. Los taxistas son un gremio apreciado por la gente, integrado por personas aguerridas, acostumbradas a enfrentar problemas, que tienen la oportunidad de hablar con incontables pasajeros, con los que intercambian información, opiniones, críticas y hasta chismes; esta peculiaridad de los conductores es una razón más para escucharlos y atenderlos.
Una de sus quejas es contra las grandes empresas, como la conocida internacionalmente Uber, y de los panteras; también se inconforman del servicio prestado por propietarios de carros particulares, sin placas de taxi, que les hacen competencia desleal.
Con las empresas poderosas y los flotilleros que acaparan placas, permisos y cuentan con gran respaldo económico, la situación de los taxistas de infantería se parece mucho a la que tienen las tiendas de barrio frente a los poderosos supermercados: el pez grande se come al chico. Para equilibrar las cosas debe buscarse la disminución de gastos, cargas fiscales y administrativas, así como la limitación de autorizaciones a los grandes flotilleros, que hoy también compiten con las nuevas formas empresariales y financieras copiadas de otros lugares, en donde también han creado conflictos.
La organización Taxistas y Líderes Unidos contra la Ilegalidad denuncia esta nueva forma de expresión del neoliberalismo, que se presenta según su crítica, con la complaciente actitud de las autoridades.
Se quejan los taxistas de que en contra de ellos hay mano dura y, en cambio, lenidad con las novedosas empresas que son para ellos una verdadera amenaza a la economía de sus familias. Estamos ante un frente más de la lucha entre los ciudadanos y la codicia de los grandes capitalistas. Dicen los prestadores del servicio que tienen que pagar una concesión para circular como taxistas, que en rigor no se justifica, los seguros para ellos son más caros, les cuesta el tarjetón, la licencia, la doble verificación, la revisión del taxímetro, la revista vehicular que es también un pretexto para la extorsión; tienen que pagar ahora gasolina más cara, parquímetros, afrontar congestionamientos, cuidarse de asaltantes, evadir cierres de calles y sortear mil obstáculos más que hacen de su trabajo una verdadera odisea llena de peligros.
La solución no es ni reprimirlos ni darles largas; no son enemigos de la ciudad ni de sus autoridades, son necesarias formas para defenderlos de los grandes empresarios, facilitarles el acceso a la seguridad social de la que ahora carecen, oírlos y estar con ellos y no del lado de los poderosos monopolios, que son siempre voraces e inhumanos. El papel de un buen gobierno es apoyar a sus gobernados y ponerse en sus zapatos.
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