José M. Murià
C
uando en 1995 llegó el primer alcalde del PAN a la presidencia municipal de Guadalajara, César Coll Carabias, lo hizo envuelto en una aureola autoimpuesta de honradez. Los priístas,
deshonestos por antonomasia–así dijeron– estaban condenados a desaparecer del mapa o a ser encarcelados. En su discurso de toma de posesión esgrimió su dedo flamígero mientras anunciaba que perseguiría hasta las últimas consecuencias la podredumbre que le dejaba su antecesor.
En efecto, a los pocos días la prensa anunció el primer desaguisado: se había descubierto una erogación de 2 millones de pesos para pagar un pavimento que nunca se había puesto. El flamante
alcalde, que así prefirió llamarse por el sabor hispano del término, se erigía en campeón de la lucha contra la corrupción…
Pero hete aquí que hubo un detalle que no había considerado antes de soltar a su jauría: ¿quién expidió la factura contra la cual el tesorero hizo el cheque? No se lo podían haber imaginado: fue un honrado empresario, panista de primer orden.
La tempestad se acabó de repente y no se habló más del asunto. Supe de buena fuente que, mutatis mutandi, la fórmula se repitió varias veces y se consagró la frase de que
por cada funcionario corrupto que recibía mordida había un honrado empresario que se la daba, obviamente a cambio de una pingüe operación en favor de éste.
A lo largo de los 18 años de
honradosgobiernos del PAN en Jalisco resultó que hasta se mordían alegremente unos a otros, y todos salían ganando. Así llegamos al tercer trienio en que la corrupción alcanzó los niveles más altos de que hemos tenido noticia. No sé si porque robaron realmente más o lo hicieron de manera más descarada. Lo cierto es que diversos empresarios
apolíticosdeclararon que nunca les habían hincado tanto el diente.
Por razón de que mi alma máter, la Universidad de Guadalajara, logró meter su equipo en la primera división –ahora llamada eufemísticamente
MX–, aunque nunca había tenido a tantos extranjeros, asistí con alguna frecuencia a pasar tardes magníficas en el estadio Jalisco, otrora
Templo Mayor del futbol mexicano. No era tanto por lo que sucedía en el campo, sino porque las caídas de la tarde suelen ser magníficas en Guadalajara y en el Jalisco no eran menos.
Ahí pude presenciar acciones que nunca hubiera creído. Al parecer, los directivos de los Leones Negros no siguieron la consigna de someterse a los designios televisivos de la Federación de Futbol –por pudor me resisto a decir que es
mexicana– y los arbitrajes resultaron sistemáticamente en contra. El hecho es que, además de que el equipo resultó ser malito,
el castigode los del silbato, según el decir de los propios locutores, le costó varios partidos. Un dato significativamente obtenido por ociosos: nunca se marcó un penal a su favor, siendo que, según los expertos, les cometieron alrededor de 20 faltas que lo merecían. ¡Finalmente los echaron del torneo!
La pregunta aquí es: ¿a qué partido pertenecen los capos del futbol en nuestro país? Lo que sí es cierto es que todos se reputan como honrados empresarios, colegas o similares de quienes ahora gritan tanto en contra de la corrupción en México.
Tal vez habría que decirles que el buen juez por su casa empieza.
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