Javier Aranda Luna
C
uando un poeta muere va perdiendo sus lectores. Mueren con él. Cada aniversario se le recuerda menos y la circulación de sus libros disminuye. Pocos sobreviven a ese río que todo lo devora y que es el tiempo. Gabriel Garcia Márquez es uno de esos sobrevivientes y goza de muy buena salud. Sus libros se siguen reditando, sus malquerientes continúan ladrando para subirse a su fama y su novela emblemática, Cien años de soledad, sigue siendo un best seller con casi 40 millones de ejemplares publicados en medio siglo.
Cuarenta millones de ejemplares son una barbaridad. Significa que en medio siglo se han publicado unos 800 mil libros al año, poco más de 2 mil por día.
Pero me interesa, más que el número de ejemplares, que con esa novela haya alcanzado a diversos públicos: a la élite literaria que lo denostó en Colombia (
carece de lógica interna y de rigor estético: Eduardo Gómez) y lo aplaudió en México (
es una novela perfecta: Emmanuel Carballo), pero también y, sobre todo, a ese público lector que, sin ningún entrenamiento literario, ha devorado esa novela en la que resulta difícil seguir las genealogías por la repetición de nombres y por los espejos y espejismos que se funden en el relato.
La primera edición de Cien años de soledad fue publicada por Editorial Sudamericana en Buenos Aires hace medio siglo, con la célebre portada donde una carabela se encuentra en medio de la selva. Fue como una botella lanzada al mar en busca de los lectores de ese manuscrito que llevaba maquinando su autor desde los 17 años y que había abandonado entonces por parecerle un proyecto demasiado grande.
En 1967 García Márquez ya había publicado ese portento que es El coronel no tiene quien le escriba y que consideró desde entonces y hasta el fin de sus días como su mejor novela. Pero el terremoto iniciado con Cien años de soledad no tuvo parangón en la vida del novelista, ni lo ha tenido en la literatura del siglo XX, pues sus ondas telúricas no han dejado de alcanzarnos desde hace medio siglo y al parecer habrán de sobrevivirnos por largo tiempo.
Cien años de soledad, esa historia
donde las esteras vuelan, los muertos resucitan, los curas levitan tomando tazas de chocolate y las bobas suben al cielo en cuerpo y alma, fue escrita en 18 meses. Escribía todos los días de nueve a cuatro de la tarde. Comía, dormía una hora
y corregía los capítulos del principio, a veces hasta las dos y tres de la madrugada, como escribió en una carta a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, el 27 de junio de 1966.
Fueron días de altos contrastes. La locura de escribir la novela hizo sentir a García Márquez de manera estupenda –
nunca me he sentido mejor, todo me sale a torrentes–, pero también lo hizo padecer a él y a su familia una penuria económica mordedora: “Mercedes aguanta como un hombre –le escribe a Plinio Apuleyo en la misma carta–, pero dice que si luego la novela no funciona me manda a la mierda”.
En una nota publicada en 1968 en la célebre sección Calendario de La cultura en México, José Emilio Pacheco nos recordaba que 1967 fue un año significativo en el terreno literario:
fue el año que marcó la consolidación de un movimiento que significa para la prosa narrativa lo que el modernismo del 900 fue para la poesía.
Y vaya que Pacheco tenía razón: en 1967 Miguel Ángel Asturias recibió el Premio Nobel, Vargas Llosa el Rómulo Gallegos, Cabrera Infante publicó Tres Tristes Tigres, empezó a difundirse Paradiso, de Lezama Lima, y García Márquez dio a conocer Cien años de soledad.
Desde entonces el novelista se ha convertido en un polo de atracción y repulsión. De atracción para los lectores sinceros y de repulsión para los ideólogos que discrepan de las ideas políticas del autor. Los lectores precarios siempre estarán entre nosotros como sentencia La Palabra a propósito de los pobres.
A medio siglo de la publicación de Cien años de soledad, la obra que se convirtió en un clásico de la literatura, sigue provocando entuertos: por envidia o por colgarse de su fama.
Como sea, Cien años de soledad sobrevivirá a sus críticos y sus rencores, pues serán desterrados de la memoria de los hombres con el vendaval de los años y no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra.
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