Abraham Nuncio
E
l empresario decide invertir sus ahorritos en la campaña del candidato a gobernador de un estado de la República Mexicana –que no es el Edomex, resultaría demasiado obvio. Un millón de dólares.
El candidato va arriba en las encuestas y ofrece, a cambio del dinero que él toma, a título de préstamo, jugosos contratos en el área de obras públicas. El secuestro del hijo del empresario por el crimen organizado produce un giro inesperado en los acontecimientos. El empresario no tiene el millón y medio de dólares que le exigen los maleantes por el rescate. Se dirige al candidato para pedirle el dinero que le prestó a fin de poder pagarlo. El candidato le dice que eso es imposible: el dinero ya se fue a la campaña, y si él lo quiere en efectivo tendrá que esperar tal vez un par de años.
La historia (parte de una serie televisiva titulada Sincronía) podría considerarse un documental de la realidad electoral que padecemos los mexicanos. En México, la verdad política está en la ficción. ¿De dónde resultó 30 por ciento más de gastos autorizados (poco más de 19 millones de pesos) para la campaña del PRI en Coahuila? ¿Quiénes los pusieron? ¿Fueron tomados en cuenta por el INE los documentos que hacen constar que Alfredo del Mazo superó el tope de campaña en más de 40 por ciento, lo cual daría lugar, sobradamente, a que la elección fuese anulada?
Una y otra vez, con ligeras variaciones, se reciclan el fraude electoral y los hermanos de este delito: la corrupción, el aplastamiento a los derechos políticos, que debieran ser considerados derechos humanos, y la impunidad. Sólo quienes cometieron los fraudes electorales el 4 de junio, sus cómplices institucionales y empresariales y quienes padecen desinformación y pobreza de todo tipo pueden afirmar que no fue así. Y que con una leve multa (Coahuila) o sin ninguna (el Edomex) todo queda arreglado para el siguiente episodio en 2018. O bien, que el caso Coahuila no lo puede resolver el INE a pesar del evidente y comprobado sobregasto de campaña, y ya se iría al Trife. En cuanto al Edomex, se trata de un ejemplo de civismo que no hay siquiera necesidad de mencionarlo como mínima irregularidad.
La democracia no aparecerá nunca en México dentro del actual régimen económico y político. Y la democratización de algunos de sus procesos e instituciones se ve cada vez menos como una realidad posible que como una espumosa retórica.
Hacia tal democratización podría avanzarse con tres cuestiones elementales: la reducción drástica del gasto electoral –que quedara en una quinta parte del que hoy está autorizado– y que en el mismo no interviniera el dinero de los particulares; la limpieza de las elecciones reflejada en la simetría exacta, como señala Jesús Ibarra Salazar, autor de Haiga sido como haiga sido, entre ciudadanos que emitieron su voto, cantidad de boletas extraídas de la urna, total de votos sufragados y contados, además, boletas contadas y sujetas a cotejo con las otras elecciones (de diputados y senadores, presidentes municipales, cuando las haya, y/o presidente de la República) y cifras de las mismas anotadas en las actas de escrutinio y cómputo; por último, pero no menos, que se considere crimen con todas las agravantes de la ley el acto de quien soborne, compre y ejerza la dádiva en cualquiera de sus modalidades y/o altere cualquiera de los pasos dirigidos a una elección con el propósito de favorecer a un candidato o partido en la contienda. Basta de multas paleras y calificaciones o juicios venales que, al final de cuentas, venimos pagando los perjudicados por las maniobras de los defraudadores.
Desde siempre se ha considerado
normalque las elecciones en México sean caras –de hecho, las más caras del mundo, en un país con una pobreza creciente y aún con hambre. El resultado es el fortalecimiento de una oligarquía en extremo poderosa, que puede patrocinar partidos y candidatos y por lo mismo obtener groseros privilegios de los gobiernos elegidos, y una enorme masa de ciudadanos que nos vemos privados de tener la menor influencia en las decisiones del poder público. Ya pueden agolparse los argumentos sobre lo complicado, lo difícil de disminuir el tope de gastos de campaña, y lo incierto en la decisión de excluir el financiamiento privado. Y lo ingenuo, ¿por qué no?, de argumentos como los que aquí escribo. Pero sin un cambio radical en el costo de las elecciones, que no son equivalentes a la democracia, como suelen argüir los funcionarios del INE y sus publicistas, ni siquiera en el mando por turno de quienes gobiernan podremos registrar un cierto avance democrático. Si hubiese democracia en nuestro país, las elecciones apenas resultarían en una cifra mínima.
Responsabilidad de los partidos, y de los ciudadanos que los apoyan, es aprender el silabario de cómo se sufraga, cuenta y anota para dar transparencia y difusión a lo que es voluntad estricta de la mayoría. Hasta el momento no parece que a quienes participan como responsables en las casillas para representarlos se hallen capacitados adecuadamente.
Habida cuenta de los fraudes sistemáticos en cuanto a la manipulación de los votantes pobres de información o de ingreso, y a todas las maniobras para alterar los resultados de la ciudadanía, que no sabe todavía, después de 40 años de la reforma política de Reyes Heroles-López Portillo lo que es el principio constitucional de certeza electoral, ya es hora de que el derecho penal incursione en el ámbito sucio de las elecciones para limpiarlo.
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