La muerte niña
Andrea Bárcena
A
la partida temprana de este mundo se le llama la muerte niña: la de los seres más pequeños que no tendrían que morir todavía, pero que –llenos de vida– de pronto se van llenos de muerte.
No existe dolor más grande que perder a un hijo, sobre todo cuando se trata de un pequeño, y –aunque siempre se trata de un hecho trágico– duele más cuando estaba sano y entero.
¿Cómo podríamos, entonces, consolar y conformar a las madres y padres de los 19 niños muertos en el derrumbe del colegio Rébsamen en Tlalpan o de los 49 que murieron en el incendio de la guardería ABC de Hermosillo, Sonora? No hay manera de hacerlo. Sobre todo porque ellos saben que ni el fuego ni el terremoto fueron los verdugos, sino la omisión, la indolencia y la corrupción humanas.
Se trata de dos tragedias contra la infancia que quedarán en la historia del país como símbolos de dos gobiernos (Calderón-Zavala y Peña Nieto) caracterizados por la violencia, la impunidad y el desprecio por la vida.
Quisiera poder montar una ofrenda de muertos gigante en el Zócalo de la Ciudad de México, con nombres y fotos de todos los
santos inocentes, víctimas de estos modernos Herodes y su inclemencia contra la infancia. Y ahí, frente a la muerte niña, hacer el pedimento y la promesa del ¡nunca más una escuela ni una guardería criminal!
El duelo por las niñas y niños muertos es tan atroz y tan difícil de superar, que quizá por ello las culturas populares de México y de casi todos los países de América Latina han creado rituales, mitos y fantasías de origen religioso en tormo a la muerte niña.
Se le conoce también como
el velorio del angelito, que ha inspirado a muchos artistas, entre cuyas obras destaca para los mexicanos Niña viva, niña muerta, de David Alfaro Siqueiros (1931).
Es inevitable evocar también el Rin del angelito, que la poeta y cantora chilena Violeta Parra creó como parte del duelo por su hija Rosita Clara, quien murió de neumonía a los nueve meses, mientras ella en París (1955) hacía la presentación mundial de su obra:
Ya se va para los cielos/ ese querido angelito/ a rogar por sus abuelos, por sus padres y hermanitos/. Cuando se muere la carne, el alma busca su sitio/ adentro de una amapola o dentro de un pajarito.
Por su parte, Eduardo Galeano relató así el velorio del angelito: “Cuando el niño ha sido bien mecido y festejado, rompen todos a cantar para que empiece su vuelo al paraíso. Allá va el viajerito, vestido con sus mejores galas, mientras crece la canción. Y le dicen adiós, encendiendo cohetes, con mucho cuidado de no quemarle sus alas…” Nunca más otra ABC y otro Rébsamen. ¡Nunca más!
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