Armando Bartra
Nos amanecemos con la cifra de los matados: setenta y dos muertes individuales, intransferibles, pero sin nombre y sin rostro; como no tienen nombre ni tienen rostro los matadores. Víctimas unos y otros de una misma derrota moral porque los asesinos no son traidores, no son enemigos de la patria: los asesinos son tan jóvenes, desamparados y a la intemperie, como los asesinados.
Decenas de miles de matadores, decenas de miles de matados: el rostro desollado de la patria. Como nunca desde de la Conquista padecemos desmoralización extrema. Anomia en sus dos sentidos: carencia de reglas y falta de palabras: en la nueva derrota mexicana fallan las viejas normas y se ahuecan las viejas palabras.
Anomia de la sociedad y aún más de la política. En el mundo del poder fáctico que manda desde las sombras del gran dinero y desde la seductora pantalla de Hamelin; en un mundo de reglas no escritas donde se impone el más rico, el más poderoso, el más desalmado, el más canalla la política, deviene impúdico ejercicio de inmoralidad.
Una opción a la cívica debacle sería pedir a los políticos que acaten ciertos principios morales universales; imperativos éticos válidos para cualquier persona y circunstancia: que sean tolerantes, austeros, veraces, que no roben, que no maten... Algo así como exigir moralidad, aun a quienes se mueven donde impera el realismo crudo, el pragmatismo, la realpolitik. Como pedirle peras al olmo o –parafraseando al Alazán Tostado– demandar del moral un fruto distinto de las moras.
No es mi opción. No soy kantiano y no pretendo que las conductas de los individuos –con independencia de su circunstancia– se rijan por imperativos formales, abstractos, intemporales. Mejor dicho: no me basta con que se sometan a estos imperativos. Mi apuesta es por una ética social, por una moral en situación. No un relativismo en que todo se vale dependiendo del momento y el lugar; sí una axiología y una normatividad que surgen de la circunstancia. Y que, ante todo, surgen de la circunstancia de circunstancias: de la radical, la originaria socialidad del ser humano.
Porque el hombre no es el individuo: el solitario ontológico que se socializa a posteriori mediante algún tipo de contrato con otros tan solitarios como él. El hombre son los hombres. El hombre soy yo y los otros. El hombre es la originaria colectividad que –aun si mediada por el yo, es decir por la libertad y la responsabilidad– es siempre punto de partida y punto de llegada.
Mi pesquisa no es por encontrar una moral aplicable también al infame mundo de la política sino una ética que nazca de la política, que hunda sus raíces en una actividad que debiera ser solidaria por excelencia.
Y para reconciliarnos con la política –esa puta– nada mejor que reivindicar a dos pensadores que me parecen actuales quizá por premodernos, dos hombres de ideas pero también de acción que algo sabían del negocio: Aristóteles, mentor de Alejandro, y Nicolás Maquiavelo, santo de las devociones de los pragmáticos, proverbial catequista de las argucias del poder.
En la relectura de Maquiavelo seguiré al marxista italiano Antonio Gramsci, quien a principios del siglo XX y en busca de inspiración para conformar un movimiento político-cultural capaz de rescatar a la sociedad italiana de la opresión, el marasmo y la decadencia moral, recluta para su proyecto al célebre florentino del siglo XV que puso nombre al amoralismo político, a Nicolás Maquiavelo. Y lo recupera porque descubre que en su libro, El Príncipe, hay un sujeto, un destinatario que no son los gobernantes, de suyo sobrados de pragmatismo político, que no son los hombres del poder de por sí expertos en intrigas palaciegas.
Maquiavelo escribe “para quien no sabe”, escribe para el pueblo llano: para aquellos que, dice el florentino, habiendo sufrido “todo género de robos, despojos, desgarramientos, vejaciones, desolaciones y ruinas” deben empaparse en las reales artes del poder si es que algún día han de emanciparse.
Como en la Italia de la peste negra y de los Borgia, en el México de las narcofosas, los Beltrones, los Peña Nieto y los Calderón, es vital interiorizarse en las prácticas del poder. Porque aquí, como en la Florencia del siglo XV, parece que los ofendidos y humillados de siempre han decidido emanciparse por su propio pie y buscan afanosamente el camino de su liberación.
Pero sucede que entre nosotros la política está muy padroteada, de modo que es necesario discurrir sobre su curso efectivo, a la vez que resanamos su resquebrajado basamento. Dicho de otro modo: habrá que adentrarse en los viciosos vericuetos del poder para prevenirnos de sus lanzadas, al tiempo que edificamos una nueva política con sustento moral, un nuevo pensamiento libertario.
Y en este doble abordaje: la política realmente existente y la nueva política con fundamento moral, nos servirá Aristóteles, quien en la Ética a Nicómaco, se refiere a “lo conveniente”, mientras que en La política, se ocupa de “lo posible”. Lo posible y lo conveniente, el mundo fáctico y el “deber ser”, el posibilismo y la utopía.
En la Ética nicomaquea el estagirita sostiene que la política es “la ciencia soberana y más que todas arquitectónica”, por cuanto se ocupa del “bien supremo” y busca la “buena vida”, idea que hoy reverdece en el mundo andino. Y es que “bien supremo” y “buena vida” son fines en sí mismos, mientras que las demás ciencias –incluyendo la prepotente economía– son apenas ciencias instrumentales. Afirma, también, que la política es praxis –no un saber sino un hacer– por cuanto “la felicidad es una actividad”: no un estado, no un orden actual o futuro sino un modo de ser, un ánimo, una disposición.
En cambio, en La política, estudio para el que se empapó de realidad compilando y analizando decenas de constituciones griegas, el filósofo se ocupa de los modos fácticos del quehacer público. Así el libro es un tratado pragmático donde sin abandonar sus convicciones filosóficas, da cuenta de las pringosas relaciones propias de poder realmente existente. Sintomáticas son las palabras finales, que sintetizan los que a su entender son principios fundamentales de la educación política: “el término medio, lo conveniente y lo posible”.
Lo conveniente y lo posible: dos dimensiones ciertamente distintas y con frecuencia divergentes pero urgidas de lo que en la física sería una suerte de “teoría del campo unificado”, una síntesis a la que he llamado “realismo utópico”.
La vertiente posibilista de la política tiene en Maquiavelo a su mascarón de proa. El autor de El Príncipe se ganó a pulso su fama de pragmático y ajeno a consideraciones religiosas o morales. Sin embargo, su crudo realismo está al servicio de una utopía: la unidad de Italia. Y su Príncipe no es ninguno de los sórdidos reyes, papas, emperadores, duques y cancilleres de la escena política europea, sino un conductor inédito: “un príncipe nuevo”.
Y es esto lo que permite a Antonio Gramsci reclutar a Maquiavelo para su causa y emplear algunas de sus ideas en la tarea de conformar el movimiento socio-cultural y el instituto político al que llama “moderno príncipe”: el cinismo esperanzado, el idealismo terrenal y pragmático del florentino.
“Maquiavelo no es un mero científico”, sostiene Gramsci, es “un hombre de pasiones poderosas, un político de acción que quiere crear nuevas relaciones de fuerzas y no por ello dejar de ocuparse del “deber ser”. El Príncipe no es un libro de “ciencia”, desde un punto de vista académico, sino de “pasión política inmediata”, “un manifiesto de partido”.
Termino estas reflexiones sobre lo que podríamos llamar ética en situación o moral con adjetivos, con un texto de Maquiavelo escrito pensando en la Italia el siglo XV, que podemos leer con provecho pensando en el México del tercer milenio:
“La conclusión de mis reflexiones es que tantas cosas parecen ocurrir en Italia en beneficio de un príncipe nuevo, que no sé si se presentará nunca coyuntura más propicia para semejante empresa. Porque si fue necesario que el pueblo de Israel estuviera esclavo en Egipto, para que pudiera apreciar el valor de Moisés, también para apreciar el mérito de un libertador de Italia ha sido necesario que ésta se haya visto atraída al miserable estado en que se encuentra ahora”.
Nos hacen falta políticos tolerantes, austeros, honestos, veraces. Pero estas son condiciones formales e individuales de la moralización, y sin una regeneración colectiva del cuerpo social, reclamarlas es predicar en el desierto. Lo que en verdad requerimos es un incluyente movimiento político-cultural, una gran acción colectiva para reanimar la economía, la política, la moral pública y la moral privada. Como los florentinos en tiempos de Maquiavelo, como los italianos en tiempos de Gramsci, los mexicanos de hoy necesitamos convocarnos a emprender juntos la recuperación de un país que se nos va de las manos.
* Ponencia leída en la sesión sobre Dilemas y valores sociales, del coloquio organizado por la UNAM Valores para la sociedad contemporánea ¿En qué pueden creer los que no creen?
Decenas de miles de matadores, decenas de miles de matados: el rostro desollado de la patria. Como nunca desde de la Conquista padecemos desmoralización extrema. Anomia en sus dos sentidos: carencia de reglas y falta de palabras: en la nueva derrota mexicana fallan las viejas normas y se ahuecan las viejas palabras.
Anomia de la sociedad y aún más de la política. En el mundo del poder fáctico que manda desde las sombras del gran dinero y desde la seductora pantalla de Hamelin; en un mundo de reglas no escritas donde se impone el más rico, el más poderoso, el más desalmado, el más canalla la política, deviene impúdico ejercicio de inmoralidad.
Una opción a la cívica debacle sería pedir a los políticos que acaten ciertos principios morales universales; imperativos éticos válidos para cualquier persona y circunstancia: que sean tolerantes, austeros, veraces, que no roben, que no maten... Algo así como exigir moralidad, aun a quienes se mueven donde impera el realismo crudo, el pragmatismo, la realpolitik. Como pedirle peras al olmo o –parafraseando al Alazán Tostado– demandar del moral un fruto distinto de las moras.
No es mi opción. No soy kantiano y no pretendo que las conductas de los individuos –con independencia de su circunstancia– se rijan por imperativos formales, abstractos, intemporales. Mejor dicho: no me basta con que se sometan a estos imperativos. Mi apuesta es por una ética social, por una moral en situación. No un relativismo en que todo se vale dependiendo del momento y el lugar; sí una axiología y una normatividad que surgen de la circunstancia. Y que, ante todo, surgen de la circunstancia de circunstancias: de la radical, la originaria socialidad del ser humano.
Porque el hombre no es el individuo: el solitario ontológico que se socializa a posteriori mediante algún tipo de contrato con otros tan solitarios como él. El hombre son los hombres. El hombre soy yo y los otros. El hombre es la originaria colectividad que –aun si mediada por el yo, es decir por la libertad y la responsabilidad– es siempre punto de partida y punto de llegada.
Mi pesquisa no es por encontrar una moral aplicable también al infame mundo de la política sino una ética que nazca de la política, que hunda sus raíces en una actividad que debiera ser solidaria por excelencia.
Y para reconciliarnos con la política –esa puta– nada mejor que reivindicar a dos pensadores que me parecen actuales quizá por premodernos, dos hombres de ideas pero también de acción que algo sabían del negocio: Aristóteles, mentor de Alejandro, y Nicolás Maquiavelo, santo de las devociones de los pragmáticos, proverbial catequista de las argucias del poder.
En la relectura de Maquiavelo seguiré al marxista italiano Antonio Gramsci, quien a principios del siglo XX y en busca de inspiración para conformar un movimiento político-cultural capaz de rescatar a la sociedad italiana de la opresión, el marasmo y la decadencia moral, recluta para su proyecto al célebre florentino del siglo XV que puso nombre al amoralismo político, a Nicolás Maquiavelo. Y lo recupera porque descubre que en su libro, El Príncipe, hay un sujeto, un destinatario que no son los gobernantes, de suyo sobrados de pragmatismo político, que no son los hombres del poder de por sí expertos en intrigas palaciegas.
Maquiavelo escribe “para quien no sabe”, escribe para el pueblo llano: para aquellos que, dice el florentino, habiendo sufrido “todo género de robos, despojos, desgarramientos, vejaciones, desolaciones y ruinas” deben empaparse en las reales artes del poder si es que algún día han de emanciparse.
Como en la Italia de la peste negra y de los Borgia, en el México de las narcofosas, los Beltrones, los Peña Nieto y los Calderón, es vital interiorizarse en las prácticas del poder. Porque aquí, como en la Florencia del siglo XV, parece que los ofendidos y humillados de siempre han decidido emanciparse por su propio pie y buscan afanosamente el camino de su liberación.
Pero sucede que entre nosotros la política está muy padroteada, de modo que es necesario discurrir sobre su curso efectivo, a la vez que resanamos su resquebrajado basamento. Dicho de otro modo: habrá que adentrarse en los viciosos vericuetos del poder para prevenirnos de sus lanzadas, al tiempo que edificamos una nueva política con sustento moral, un nuevo pensamiento libertario.
Y en este doble abordaje: la política realmente existente y la nueva política con fundamento moral, nos servirá Aristóteles, quien en la Ética a Nicómaco, se refiere a “lo conveniente”, mientras que en La política, se ocupa de “lo posible”. Lo posible y lo conveniente, el mundo fáctico y el “deber ser”, el posibilismo y la utopía.
En la Ética nicomaquea el estagirita sostiene que la política es “la ciencia soberana y más que todas arquitectónica”, por cuanto se ocupa del “bien supremo” y busca la “buena vida”, idea que hoy reverdece en el mundo andino. Y es que “bien supremo” y “buena vida” son fines en sí mismos, mientras que las demás ciencias –incluyendo la prepotente economía– son apenas ciencias instrumentales. Afirma, también, que la política es praxis –no un saber sino un hacer– por cuanto “la felicidad es una actividad”: no un estado, no un orden actual o futuro sino un modo de ser, un ánimo, una disposición.
En cambio, en La política, estudio para el que se empapó de realidad compilando y analizando decenas de constituciones griegas, el filósofo se ocupa de los modos fácticos del quehacer público. Así el libro es un tratado pragmático donde sin abandonar sus convicciones filosóficas, da cuenta de las pringosas relaciones propias de poder realmente existente. Sintomáticas son las palabras finales, que sintetizan los que a su entender son principios fundamentales de la educación política: “el término medio, lo conveniente y lo posible”.
Lo conveniente y lo posible: dos dimensiones ciertamente distintas y con frecuencia divergentes pero urgidas de lo que en la física sería una suerte de “teoría del campo unificado”, una síntesis a la que he llamado “realismo utópico”.
La vertiente posibilista de la política tiene en Maquiavelo a su mascarón de proa. El autor de El Príncipe se ganó a pulso su fama de pragmático y ajeno a consideraciones religiosas o morales. Sin embargo, su crudo realismo está al servicio de una utopía: la unidad de Italia. Y su Príncipe no es ninguno de los sórdidos reyes, papas, emperadores, duques y cancilleres de la escena política europea, sino un conductor inédito: “un príncipe nuevo”.
Y es esto lo que permite a Antonio Gramsci reclutar a Maquiavelo para su causa y emplear algunas de sus ideas en la tarea de conformar el movimiento socio-cultural y el instituto político al que llama “moderno príncipe”: el cinismo esperanzado, el idealismo terrenal y pragmático del florentino.
“Maquiavelo no es un mero científico”, sostiene Gramsci, es “un hombre de pasiones poderosas, un político de acción que quiere crear nuevas relaciones de fuerzas y no por ello dejar de ocuparse del “deber ser”. El Príncipe no es un libro de “ciencia”, desde un punto de vista académico, sino de “pasión política inmediata”, “un manifiesto de partido”.
Termino estas reflexiones sobre lo que podríamos llamar ética en situación o moral con adjetivos, con un texto de Maquiavelo escrito pensando en la Italia el siglo XV, que podemos leer con provecho pensando en el México del tercer milenio:
“La conclusión de mis reflexiones es que tantas cosas parecen ocurrir en Italia en beneficio de un príncipe nuevo, que no sé si se presentará nunca coyuntura más propicia para semejante empresa. Porque si fue necesario que el pueblo de Israel estuviera esclavo en Egipto, para que pudiera apreciar el valor de Moisés, también para apreciar el mérito de un libertador de Italia ha sido necesario que ésta se haya visto atraída al miserable estado en que se encuentra ahora”.
Nos hacen falta políticos tolerantes, austeros, honestos, veraces. Pero estas son condiciones formales e individuales de la moralización, y sin una regeneración colectiva del cuerpo social, reclamarlas es predicar en el desierto. Lo que en verdad requerimos es un incluyente movimiento político-cultural, una gran acción colectiva para reanimar la economía, la política, la moral pública y la moral privada. Como los florentinos en tiempos de Maquiavelo, como los italianos en tiempos de Gramsci, los mexicanos de hoy necesitamos convocarnos a emprender juntos la recuperación de un país que se nos va de las manos.
* Ponencia leída en la sesión sobre Dilemas y valores sociales, del coloquio organizado por la UNAM Valores para la sociedad contemporánea ¿En qué pueden creer los que no creen?
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