Adolfo Sánchez Rebolledo
A
querer o no, con la aprobación de las leyes secundarias y el desalojo de los maestros del Zócalo, el tema de la reforma educativa adquiere nuevas facetas que no deberían subestimarse. Es evidente que el asunto no está resuelto: persiste el malestar de quienes desde el comienzo impugnaron los cambios constitucionales, acrecentado poco a poco por la incorporación a la protesta de nuevos contingentes. Dicho esto, hay que valorar que, independientemente de su calidad o justeza, hay un nuevo marco legal, impugnable, desde luego, que viene a cambiar las reglas del juego, los mecanismos de negociación y, en general, la relación entre los distintos actores del proceso educativo, los maestros y sus organizaciones, el Estado y la sociedad.
Resulta notorio que ninguna fuerza magisterial, incluyendo al SNTE, haya asumido la reforma como propia. El desgano de todos los
líderes, más allá de los saludos rituales y las muestras de sumisión al Presidente, da cuenta de la mayor debilidad de la reforma aprobada: se trata de una regulación formalmente concebida para potenciar al maestro y sus capacidades pero armada para controlarlo, sin asumir el papel que en teoría (y en la práctica) le corresponde. No extraña, pues, que las grandes novedades contenidas en la reforma, como la creación del sistema profesional, se quedara en el diseño de una suerte de estatuto laboral
especial, contrapuesto en varios capítulos a las disposiciones vigentes y mal compaginado con el resto de temas educativos. Y es que, desde el principio, los inspiradores de la reforma la concibieron como un instrumento para destruir el poder sindical (sin duda corrupto) que por décadas impuso sus intereses particulares en la Secretaría de Educación Pública (desde siempre auspiciado y protegido como un brazo de la autoridad para cumplir con su agenda política) sobre los objetivos nacionales de la educación. El gobierno creyó que quitando a Elba Esther de la escena había resuelto el mayor obstáculo para una reforma nominalmente educativa pero suficiente para cuestionar desde cero la permanencia de los trabajadores en el empleo. Ese fue el primer error grave. El segundo fue subestimar la capacidad de reacción de los sectores no controlados por el sindicato oficial y el desprecio por la efectiva inclusión de los disidentes en la elaboración de las distintas opciones.
En estas condiciones, la instrumentación de la reforma pondrá en tensión la vida del magisterio en su conjunto y no sólo a las secciones agrupadas en la CNTE, cuyas táctica y formas de acción también tendrán que ajustarse a las cambiantes condiciones. El equilibrio entre las cúpulas oficialistas y las disidencias locales se verá cada vez más cuestionado por la misma implementación de las reformas y al gobierno le será cada vez más difícil mantener la pasividad en el gremio. También los disidentes tendrán que sopesar sus formas de lucha y crear una plataforma representativa de la diversidad y pluralidad magisterial. Veremos si el diálogo y la negociación se mantienen sin ceder a las presiones de los desesperados de todas partes.
Es en esa coyuntura donde la democratización del SNTE adquiere un inmenso relieve, pues la unidad de todos los trabajadores es la mejor forma de evitar que se cancelen los legítimos derechos del magisterio y también el camino para defender una verdadera reforma que eleve la enseñanza de acuerdo al diagnóstico de las necesidades. Democratizar significa aquí y ahora que el sindicato deje de ser una correa de transmisión del poder (o, en su defecto, un aparato al servicio del mejor postor) pero también implica depurar los métodos, usos y costumbres heredados de la cultura de la imposición, de modo que no se asuman como
conquistas laboralesprácticas que contradicen la libertad sindical o la dignidad de las personas.
Insistir en la conversión del actual sindicato charro en una organización legítima, democrática de y para la defensa legal de los trabajadores es, ni quien lo dude, un tema mayor, difícil de hacer prosperar mientras el Estado sea el valedor de las camarillas sindicales, que sin su apoyo tendrían los días contados. Pero eso es parte de un cambio que está en curso y que difícilmente podrá evitarse apelando a las armas del pasado.
Al cerrarse este ciclo, queda pendiente la definición del rumbo educativo de México, o lo que es lo mismo: la necesidad inmediata de bosquejar los contenidos de la reforma educativa. La gran lección que nos dan las últimas semanas es una obviedad que merece reiterarse: la educación es parte medular de la situación de desigualdad que tiñe toda la vida pública. Pensar en la reforma educativa sin incluirla en la reforma social –que realmente necesitamos– es un juego inútil y peligroso. Siendo como es un objetivo nacional todas las voces han de oírse. Pero la de los maestros debería ser la primera.
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