Víctor M. Quintana S.
D
os energías básicas para México están en peligro: la energía que mueve las máquinas (petróleo y electricidad) y la energía que mueve a las personas (la alimentación). Bienes públicos indispensables que están a punto de caer en manos privadas. Para privatizar la renta petrolera y la industria eléctrica, el gobierno de Enrique Peña Nieto tendrá que hacer pasar a sangre y fuego su propuesta de reformas legales. Sin embargo, hay otra privatización ya en marcha, de proporciones similares, que se está haciendo efectiva sin necesidad de ningún consenso, de ninguna reforma: la del maíz.
El maíz, cuyo día nacional se celebra este domingo, por quinto año consecutivo y por iniciativa de un gran número de organizaciones campesinas, indígenas, académicas, artísticas, de todo tipo, es el factor básico y ordenador de nuestro sistema alimentario y de la economía rural. Es la materia prima vegetal más importante del planeta; ingrediente básico de la nutrición de las familias mexicanas, sobre todo las de menores ingresos. A la vez, constituye el núcleo de la economía campesina, sobre todo en el centro y sur del país. En torno a él se desarrolla toda la diversidad de cultivos que componen la milpa: frijol, chile, calabazas, huitlacoches, etcétera. Esta producción diversa, cuando se da, permite una nutrición adecuada y relativamente autosuficiente para las unidades familiares.
La clave para la productividad de los cultivos campesinos es la diversidad: tanto en el tipo de plantas que conviven en la milpa como en la multiplicidad de razas y de variedades del maíz, adaptadas a las muy diversas latitudes, altitudes, climas y suelos de México.
Todo esto está siendo amenazado por una estrategia de pinzas de la trasnacional agroquímica Monsanto, sus aliados y los últimos gobiernos federales: por una parte se está presionando y tolerando que se introduzcan semillas de cultivos genéticamente modificadas a nuestro país, como el algodón y el cacahuate. Pero el objetivo verdadero es imponer el maíz transgénico en la tierra originaria de esta gramínea. Con el pretexto de aumentar la producción maicera, de hacerla más resistente a sequías, insectos nocivos y heladas, Monsanto y diversas asociaciones de productores, incluida la CNC, están presionando para la liberación masiva de maíz transgénico, hasta ahora prohibida por la ley.
Pero además de la tolerancia a esta invasión silenciosa, el gobierno federal, o los gobiernos federales, han venido desmantelando la infraestructura de investigación y de las pocas instituciones que cuidan y desarrollan el maíz nativo –caso ejemplar–: el INIFAP Sierra de Chihuahua. Este centro de investigación público ha realizado una excelente labor, al menos en dos ramas importantes: desarrollo de semillas de avena resistentes a la sequía y a los extremos climáticos, como la variedad Páramo, que han tenido gran éxito y ahora se cultivan hasta en Rusia. Pero, sobre todo, ha llevado a cabo una paciente, minuciosa y muy valiosa recolección y preservación de las diversas variedades de maíz nativo originarias de la sierra de Chihuahua.
Pero el gobierno federal mima a Monsanto y busca desmantelar el INIFAP Sierra de Chihuahua: le ha reducido dramáticamente los presupuestos, al punto que ya prácticamente es imposible realizar viajes de investigación y recolección; las plazas de personal que se jubila o pide su cambio, desaparecen, lo que hace que el equipo técnico-científico esté reducido a la mínima expresión. En cambio, otros centros del mismo instituto, orientados a la agricultura comercial o de exportación, reciben un trato preferencial.
Esa pinza es la estrategia gubernamental para entregar el cultivo del maíz a las trasnacionales y lograr que predomine el transgénico y así dejar morir por invasión o por inanición la enorme diversidad de maíces nativos. Está comprobado que este hecho entrañaría graves daños de todo tipo: ambientales, productivos, económicos, sociales y políticos. Nos haría todavía más dependientes del extranjero en nuestra alimentación básica, le pegaría a la economía campesina en la línea de flotación, arrasaría con la biodiversidad de nuestro campo. Homogenizar el cultivo del maíz es hacer que sólo los que pueden comprar las carísimas semillas de Monsanto puedan producir, es acabar con la diversidad que el maíz genera, conduce a las hambrunas.
Afortunadamente, las resistencias han aflorado ya hace tiempo y se revelan (y rebelan) con más claridad este Día Nacional del Maíz. Las llevan a cabo campañas como Sin maíz no hay país, colectivos como Semilla de Vida, comunidades indígenas desde los mixtecos hasta los rarámuris y muchos más. Organizaciones campesinas, núcleos de activistas, académicos, artistas. Han presentado su denuncia en múltiples foros nacionales e internacionales, muy recientemente ante el Tribunal Permanente de los Pueblos. No sólo denuncian: preservan semillas nativas, las valoran, las mejoran, las multiplican; informan, forman conciencia; rescatan y promueven manifestaciones culturales, porque el maíz también es cultura.
Esta resistencia creativa, diversa, con profundas raíces culturales y un proyecto de agricultura y alimentación asentado firmemente en éstas, es lo que ha impedido hasta ahora que el gobierno federal otorgue permisos para la liberación y siembra masiva de maíz transgénico, lo que ha defendido nuestro maíz de los intentos privatizadores. Es una resistencia que debe visibilizarse y difundirse ampliamente. Como las otras resistencias que hoy florecen y que afirman un futuro que retome lo mejor de nuestra historia.
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