Luis Linares Zapata
A
rmados a veces con gráficas de Power Point o recuentos al calce de visitas relámpago a ciertas naciones petroleras (y sus empresas), los vendedores de ilusiones, abogados de la reforma estructural energética, placean su labia por el Senado. Titulares o miembros destacados de consejerías de negocios vertieron sus muy interesadas opiniones, envueltas con ropajes eficientistas y de buena voluntad, para presentarlas como objetivas y versadas. Tampoco faltaron aquellos que describen, con entusiasmo esforzado y dominio del escenario, las maravillas por venir al alcance del voto mayoritario en el Congreso por la apertura: buenos salarios, empleos por millones, precios a la baja de luz y gas, transferencia de tecnología de punta, ingresos hacendarios crecientes, derrama de riqueza y desarrollo de capital humano sin parangón en la historia mexicana. Deseados renglones que se materializarán cuando vengan, desde sus lejanas tierras, las grandes empresas trasnacionales de la energía con sus talegas llenas de capital de riesgo.
Una legislación acorde a sus deseos es la condición exigida para el alud de inversionistas. Dos simples palabras separan a los rejegos mexicanos de arribar a ese paraíso entrevisto por algunos elegidos. Una que se borre del artículo 27 de la Constitución y, la otra del 28 de la misma. En conjunto, las dos, que impedían los contratos y la declaratoria de industria estratégica, posibilitarán el milagro.
En la disputa que se irá escenificando con los días, se retornará en el tiempo, para revivir esos otros muchos casos ya experimentados. Pasarán por frente a los opositores, incautos y los descreídos, las historietas contadas alrededor de la conveniencia de privatizar el sector bancario cuando fue, por corto momento, una industria pública. Afirmaron y prometieron lo mismo: mejor tecnología bancaria, menos rango de intereses, respaldo de las matrices contra avatares, mejores servicios, más crédito disponible, trato cercano a los depositantes, facilidades al alcance de una visita a cualquier sucursal o respuesta amable a una simple llamada telefónica. Todo eso y más se prometió, sobre todo cuando se trató de ceder la casi totalidad del sistema de pagos a las trasnacionales bancarias. Y fue, en efecto, todo un festín, pero para la antigua madre patria, ávida de reconquistar su antigua tierra de indios. Aunque, algunos digan que no es conveniente insistir en ese conspicuo caso, hay, ciertamente, algunos más: los ferrocarriles, los puertos, aeropuertos, las minas y demás sectores económicos que, al pasar a manos extranjeras, se han convertido, según sus originales predicadores, en bendiciones para los irredentos consumidores nacionales.
Sin miramiento alguno por la opinión mayoritaria de los ciudadanos de este atribulado y lluvioso país, los expertos y los aguerridos legisladores (PRIAN) que los secundan con sus preguntas a modo y sus encendidos alegatos de apoyo, se han lanzado para dar la puntilla final, la definitiva, pues la sienten cercana y facilona. A más tardar, la reforma será aprobada, según el plan oficial, para el venidero 15 de octubre. La enorme riqueza petrolera, la remanente, esa que todavía y a pesar de los avatares que la condicionan y hasta pervierten, todavía permanece bajo la égida nacional. El consenso mayoritario de la gente es inocultable: alrededor de dos terceras partes de la ciudadanía no quieren desprenderse de su última palanca (Pemex) de apoyo hacia el futuro. Pero la tecnocracia casi en pleno, los obsequiosos militantes partidistas atentos a las decisiones, ambiciones y deseos cupulares, y todo un enjambre de difusores o enterados, no los toman en consideración. Parten de la idea de que la complejidad del asunto no es asequible al juicio del populacho. Es, en resumidas cuentas, alegan, un asunto de enterados y valientes quebradores de mitos y valores obsoletos.
Conceptos tan apreciados y manipulados como
abrir a la competenciasalen a relucir en cada intervención de los proponentes de la reforma. Elevada a
mito genial, la competencia se trasmuta en talismán trasformador. Denme un cacho de competencia y levantaré la lápida de la tumba colectiva, se oye decir por ahí. La competencia como llave maestra, la piedra filosofal que permitirá el progreso indetenible. De allí a la productividad sólo hay un pequeño paso, mínimo, pero lleno de esperanzas, aducen con voz melodiosa de maestros. Las proyecciones de agentes encubiertos de las trasnacionales y hasta de gobiernos extranjeros con sus disfraces académicos desfilarán por el Senado hasta el 8 de octubre. Su cometido es simple, apabullar las entendederas con cifras y recuentos de milagros ocurridos en otros lugares. Brasil es ejemplo socorrido, pero Colombia y Noruega se han convertido en mecas por imitar. Las simplificaciones de aparentes éxitos petroleros se elevan a rangos de revelaciones copiables. Se recomienda, tras cada desplante de orador enterado y juicioso, objetivo, ver lo que hicieron allá o, más allá todavía, para aprender, para que aquí se replique el modelo que lleve a un triunfo igual al alcanzado fuera.
Todos esos augures de paraísos ilusorios son los mismos entreguistas de siempre. De calaña similar a los que fueron en búsqueda de un emperador europeo, ilustrado, de finas maneras y blanco para que salvara de la catástrofe a una sociedad de ignorantes prietitos incapaces de valerse por ellos mismos. Son los mismos que creen que todo lo de fuera es mejor, más barato, de mejor calidad que lo propio. Son los mismos que, embozados de varias formas, promueven los intereses de sus contratantes de fuera. Y son, finalmente, los mismos que desprecian los sentimientos de la mayoría porque sus razones los hacen ver las cosas con mejor sabiduría para conveniencia de los demás. Y, además, se predican democráticos.
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