José M. Murià
H
aber vivido el México de los tranvías amarillos significa ser testigo del precipitado tránsito de la añeja Ciudad de los Palacios a la metrópoli de inconmensurable tamaño y población.
Viajar en ellos, además de permitir el gozo de una verdadera sinfonía de ruidos metálicos, daba lugar a mover la cintura al ritmo de su desacompasado vaivén, con más fuerza que con los aparatos que actualmente nos ofrecen para reducir la panza, marcar la cintura y levantar la cadera.
La gente dinámica prefería los camiones, pues eran más veloces. Tal vez por ello, y por su menor capacidad, a ciertas horas solían ir atiborrados. No era raro ver usuarios colgados de las puertas y hasta las ventanillas o instalados en las abultadas salpicaderas. Los tranvías eran de mayor tamaño y costaban cinco centavos menos.
Pero además, si uno era habitué, podía reducir el costo mediante la adquisición del
abono, que se compraba al comenzar el día y era válido para cuantos viajes quisiera hasta las 12 de la noche.
Los tranvías tardaban más en irse a dormir, la mayoría en el depósito de la Indianilla, famosa también por sus caldos nocturnos. Además, los lunes los cobradores aquellos, sentados en su sitial de la retaguardia frente a un pequeño mostrador, despachaban elegantes
abonos semanales, que permitían hacer lo propio hasta el domingo siguiente.
Costó trabajo convencer a la financiera de la casa, “dura pa’ los centavos”, de que me entregara 3.25 cada lunes en vez de dos tostones diarios para mi viaje a la secundaria, que requería de dos tranvías de ida y dos de vuelta.
También era frecuente que a un cómplice instalado en la siguiente parada se le pasara el abono dentro de un cuaderno para que accediera al mismo vagón. En medio de la boruca era difícil ser sorprendido y de ese modo nos capitalizábamos.
La obtención del abono hebdomadario fue un parteaguas que me dio una libertad de movimiento desconocida. El horizonte dejó de quedar constreñido a la walking distance.
En una fiestecita del barrio conocí a mi primer amor, Teresa, que de momento quedó fuera de mi alcance porque vivía en Popotla y yo en Escandón… Pero poco tiempo después pude volver a la carga gracias a que obtuve el dichoso abono.
De esta manera, la primera pinta que me hice fue para llegar hasta las inmediaciones del Colegio Militar. El romance entre mis escapadas y a escondidas del capitán, su padre, duró algunas semanas hasta que fui sustituido por uno de motocicleta.
De cualquier modo, el abono ampliaría mi campo de acción a todo el vasto territorio que cubría la red férrea. Primero fueron Popotla y la Pensil, luego la colonia Juárez, posteriormente San Rafael y la Roma. La galanura me convirtió en un verdadero saltimbanqui capitalino y, claro, el año escolar terminó en un verdadero desastre.
¡La libertad se acabó por completo! Durante las vacaciones no hubo abonos y sí mucho estudio para pasar las materias reprobadas. Al año siguiente sobrevino un encierro bienal en calidad de interno en un colegio de Mixcoac. Fueron dos años de añoranza al abono y a la libertad.
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