viernes, 22 de febrero de 2013

El rostro desfigurado del poder


Gabriela Rodríguez
L
a renuncia del Papa y los acontecimientos que la provocaron permiten de alguna manera desnudar y ver de frente las entrañas del poder. Ese estilo de imponerse entre las élites de la Iglesia católica conforma la raíz medieval sobre la cual se construyeron nuestras instituciones occidentales y muchas de las formas modernas de hacer política.
Corrupción, soberbia, desigualdad, enriquecimiento, tráfico de influencias y mezcla de finanzas con lavado de dinero caracterizan a nuestra clase política y también a la Curia Romana. El momento es crítico y perturbador: el propio Benedicto XVI no pudo seguir ocultando las divisiones del cuerpo eclesial que mantienen desfigurado el rostro de la Iglesia, la necesidad de superar individualismos y rivalidades, al grado de tener que denunciar públicamente la hipocresía religiosa y las actitudes que buscan el aplauso, la aprobación y a quienes se han aprovechado de los escándalos de pederastia, corrupción y del intercambio de favores. Pero el agotamiento de Benedicto XVI no opaca su mirada estratégica: renunció porque sabe que vivo puede incidir, más que muerto, en la sucesión papal.
Paladín de la impunidad, Ratzinger no sancionó a los líderes de la Iglesia que comulgaron con los sacerdotes culpables de abuso sexual o que ocultaron las acusaciones. Por el contrario, dos miembros del Colegio Cardenalicio, Roger Mahony y Norberto Rivera, encubridores y protectores de sacerdotes pederastas, están invitados al cónclave para elegir al próximo obispo de Roma, pastor supremo de esa Iglesia y jefe de Estado de la Ciudad del Vaticano. Una ciudad donde los delitos se traducen en pecados para ser perdonados, de acuerdo con las necesidades que exija la imagen eclesial, tal como vemos que ocurre hoy en los partidos políticos.
Como brazo teológico de Juan Pablo II, Joseph Ratzinger fue prolífico, construyó una teología del cuerpo y reformó el Catecismo, despreció a otros credos y sentenció que la Iglesia católica tiene la palabra decisiva en la interpretación de la Escritura; sus discursos como pontífice contribuyeron a inflamar el sentimiento de la culpa, y también, como dijera Nietzsche, a envenenar el eros y degenerarlo en vicio. Al celebrar el misterio de la Inmaculada Concepción, explicaba que “la Sagrada Escritura nos revela que en el origen de todo mal se encuentra la desobediencia a la voluntad de Dios, y que la muerte ha dominado porque la libertad humana ha cedido a la tentación del maligno. Pero Dios no desfallece (…) para ofrecerse a sí mismo en expiación ‘nació de mujer’ (Gálatas 4:4). Esta mujer, la Virgen María, se benefició de manera anticipada de la muerte redentora de su hijo y desde la concepción quedó preservada del contagio de la culpa. Por este motivo, con su corazón inmaculado, nos dice: confiad en Jesús, Él os salva” (Benedicto XVI: La Inmaculada, motivo de consuelo, Zenit.org, 8/12/10).
¿Cuánta influencia habrá tenido Jesús en la vida y actividad de la raza humana? Decía Mark Twain que al preguntarnos sobre la influencia de los grandes hombres, además de Jesús habría que incluir a Satán. En esas reflexiones, que no fueron publicadas sino hasta 1963, 53 años después de su muerte, el también autor de Las aventuras de Tom Sawyer considera que del año 350 a 1850, Jesús y Satán tuvieron una influencia inmensamente superior sobre una quinta parte de la humanidad de la que tuvieron sobre la misma todas las otras personas juntas. El 99 por ciento vino de Satán, y el resto de Jesús. Durante esos mil 500 años el miedo a Satán y al infierno hizo 99 cristianos ahí donde el amor a Dios y al cielo hizo apenas uno. “Nada hay en la historia –ni en toda su historia junta– que remotamente se acerque a la atrocidad de la invención del infierno (…) al conferirnos al infierno, el ser celestial borra de un plumazo todos sus méritos ficticios, de una vez” (Mark Twain, Reflexiones contra la religión,Gandhi Ediciones, México, 2011).
Joseph Ratzinger hizo mucho para revisar los procedimientos para exorcizar, afirmó el sacerdote italiano Gabriel Amorth, exorcista oficial de la Iglesia católica. Durante su etapa como cardenal “nos dio oraciones muy potentes para ampliar la lucha contra Satanás, no sólo en los casos de posesión demoniaca de personas, sino también en los trastornos provocados por el demonio, que representan 90 por ciento de los casos, porque los casos de posesión ‘total’ son muy raros, aunque él mismo asegura haber visto personas andando por las paredes y arrastrándose por el suelo como serpientes”.
A unos cuantos días del cónclave de la Capilla Sixtina, todo parece indicar que algunas serpientes sobreviven a los exorcismos; tal vez ellas son el rostro desfigurado de la Iglesia al que se refirió Benedicto XVI en su renuncia. No en vano la Constitución Apostólica señala que si en la elección del papa se diera el pecado de simonía –se refiere a la compra de votos– los culpables serán excomulgados, y prevé que los cardenales electores deberán abstenerse de toda forma de pactos, acuerdos o promesas que les puedan obligar a dar o negar el voto a otros o a hacer capitulaciones antes de la elección. Tal vez ese instrumento fue la fuente de inspiración del Instituto Federal Electoral, o del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Twitter: @Gabrielarodr108

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