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viernes, 3 de diciembre de 2010
EDITORIAL
Soberanía empeñada y guerra perdida
Entre las notas confidenciales del gobierno estadunidense difundidas por el sitio Wikileaks, se han dado a conocer varios informes alarmantes, indignantes y desoladores que atañen a la actuación del gobierno calderonista en su “guerra” contra la delincuencia organizada y a su mal desempeño general.
Destaca, en primer lugar, la inaceptable cesión de soberanía protagonizada por la actual administración, la cual ha caído en una dependencia casi total con respecto a Washington en materia de seguridad y de política exterior: el Ejecutivo federal comparte con la Casa Blanca circunstancias catastróficas que no da a conocer a la población mexicana; implora información de inteligencia, tecnología y capacitación, y reconoce la impotencia oficial ante las organizaciones delictivas. La autoridad ha venido propiciando, de esta forma, la injerencia de Estados Unidos y la supeditación a ese país en la seguridad y el manejo de la fuerza pública, y lo ha hecho –a contrapelo de los alegatos en favor de la transparencia– a espaldas a la sociedad.
En uno de los documentos divulgados por Wikileaks se consigna la percepción de Washington de que los cuerpos de seguridad mexicanos se encuentran divididos y confrontados, y que el Ejército actúa en forma lenta, torpe y con aversión al riesgo; en otro cable se afirma que en Ciudad Juárez se evidenció que la institución militar carecía del entrenamiento para patrullar las calles o emprender operaciones de aplicación de las leyes; en uno más se reproducen apreciaciones del ex subsecretario de Gobernación Jerónimo Gutiérrez de que las fuerzas gubernamentales han perdido el control de diversas regiones, que el despliegue de recursos militares y policiales en Ciudad Juárez no ha producido resultados y que al aparato institucional ya no le queda tiempo para retomar el control en lo que le resta al régimen calderonista.
En lo diplomático, los documentos difundidos por Wikileaks presentan a Calderón casi como un subordinado de Washington en el hemisferio: en un reporte sobre un encuentro con Dennis Blair, director de Inteligencia Nacional del país vecino, se ponen en boca del político michoacano expresiones como que su gobierno “está tratando de aislar a Venezuela por medio del Grupo de Río”; que está “particularmente preocupado” por las relaciones de Caracas con Teherán, y que el presidente Hugo Chávez “financió al Partido de la Revolución Democrática durante la campaña presidencial” de 2006.
Es de resaltar también el juicio sumarísimo que hace Calderón ligando a Venezuela e Irán con el narcotráfico. Y lo hace sin aportar prueba alguna.
En suma, los cables secretos divulgados por Wikileaks confirman lo que numerosas voces independientes han venido señalando: la estrategia de seguridad del actual gobierno conlleva una abdicación a la soberanía, el equipo gubernamental carece de la capacidad requerida para ganar la “guerra” que declaró y el empleo de las fuerzas armadas en el combate a la delincuencia tiene, necesariamente, consecuencias catastróficas para la propia institución castrense. Se confirma, también, que la administración actual ha ocultado información veraz relativa a la sangrienta confrontación a la que se ha llevado al país, y que en la ocultación han tenido un papel destacado los opinadores quienes, aun contando con los elementos de juicio para conocer los extravíos del poder público, le han aplaudido y le han facilitado argumentos para sus empeños errados.
Ante las revelaciones comentadas, la estrategia de seguridad y la política exterior del gobierno federal han quedado en una posición insostenible. La administración calderonista debe explicar, rectificar y ofrecer una disculpa amplia, profunda y honesta a la sociedad.
Proceso: embestida empresarial y gubernamental
Desde la noche del miércoles, Televisa ha puesto en juego buena parte de sus espacios de información y opinión y a varios de sus comentaristas para difundir y validar un testimonio del presunto narcotraficante Sergio Villarreal Barragán, El Grande, ahora “testigo colaborador” de la Procuraduría General de la República (PGR), según el cual su organización delictiva entregó 50 mil dólares al reportero de la revista Proceso Ricardo Ravelo para que dejara de mencionarlo en su trabajo periodístico. Significativamente, el propio Ravelo había publicado, unos días antes, un reportaje en el que refiere contactos de Villarreal Barragán con el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, y con el senador panista Guillermo Anaya. El semanario difundió, una semana antes, un adelanto del libro de Anabel Hernández Los señores del narco, en el que se sostiene que el gobierno federal ha intentado abrir canales de comunicación con los capos de la droga, y que en ese empeño estuvo involucrado el difunto Juan Camilo Mouriño, ex secretario de Gobernación y colaborador cercanísimo de Calderón.
La embestida del consorcio televisivo contra Proceso y su reportero va mucho más allá de la difusión de noticias; la desmesura, la insistencia y los epítetos empleados contra la revista denotan una hostilidad inocultable. Vista en forma aislada, esa embestida podría tomarse como un ejercicio indebido de músculo mediático y empresarial contra una publicación que, independientemente de lo que se piense sobre su línea editorial, ha sido, y es, independiente y crítica.
Pero debe recordarse que Televisa no es únicamente un medio, o un conjunto de medios sino, antes que eso, uno de los conglomerados empresariales más grandes del país, y que ha puesto su poder económico, su cobertura y su penetración al servicio de sus intereses políticos y corporativos. Ha de tenerse en mente, también, la tradicional relación de connivencia entre la compañía de la dinastía Azcárraga y el régimen: promotora número uno del discurso oficial, beneficiaria de primer orden de los favores del poder público y componente central del grupo político-empresarial que ocupa las instituciones del país, Televisa ha operado y sigue operando, al margen de cualquier disposición legal, como una suerte de ministerio de propaganda gubernamental, y su principal instrumento es el conjunto de concesiones, puntualmente refrendadas y ampliadas por gracia del gobierno, para la utilización de frecuencias que pertenecen a la nación.
Con esos elementos de contexto, resulta difícil no ver en la andanada televisiva contra Proceso una respuesta del gobierno federal, tan hostil como indebida, a las versiones publicadas en el semanario –ciertas o no– acerca de vínculos entre la administración pública y las organizaciones delictivas. No puede pensarse otra cosa, por lo demás, si se tiene presente que el actual gobierno ha abusado en forma sistemática de los organismos de procuración de justicia para ponerlos al servicio de sus designios facciosos, como lo ejemplifica el llamado michoacanazo. Ello hace pensar que los dichos de Villarreal Barragán sobre el informador de Proceso son declaraciones a modo, obtenidas con posterioridad a las publicaciones referidas. Esta sospecha se robustece por el absurdo manejo de fechas inicialmente presentado por Televisa, en el que el presunto delincuente hizo mención de un reportaje 17 días antes de que éste apareciera publicado.
Desde esta perspectiva, la embestida contra Proceso reviste la condición de una campaña gubernamental mal disimulada contra un medio informativo independiente. Ello desmiente los propósitos recientemente formulados sobre un supuesto respeto a la libertad de expresión, confirma las relaciones inconfesables entre Televisa y el poder político y ratifica los señalamientos en torno a la ausencia de democracia real y efectiva en el país.
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