sábado, 20 de julio de 2013

El problema cuando la solución es el problema

Gustavo Gordillo
E
l régimen que emergió de la transición en 1997 ha estado en permanente equilibrio inestable. La coalición por el status quo integrada por las principales fuerzas políticas y actores económicos relevantes reconocía estar administrando una lenta, pero notoria decadencia. El temor a perder privilegios, rentas e influencias constituía empero una barrera infranqueable a las transformaciones del propio régimen, que todos reconocían necesarias.
Después, en las elecciones de 2012, los tres partidos siguieron la ruta de las tres anteriores: forzar un plebiscito entre dos de las tres opciones. La irrupción del #Yosoy132 modificó sustancialmente el panorama electoral. Los resultados volvieron a arrojar un electorado dividido en tres partes, sin una mayoría nítida.
Desde el campo conservador surge una fórmula: dado que las reformas que se necesitan no serán apoyadas por las izquierdas, se requiere para gobernar un pacto PRI-PAN. Pero esa opción transportaba un potencial enorme de desestabilización al marginar a las izquierdas, habría fortalecido las posiciones extremas en el espectro político y no garantizaba la ruptura de la inmovilidad política. No la garantizó en el sexenio de Ernesto Zedillo, no la garantizó en los sexenios panistas.
La respuesta fue el Pacto por México, incluyendo a los tres partidos principales en una especie de cogobierno que rompió temporalmente la inercia porque generó una dinámica en donde todos podían ganar, pero todos también podían perder. No es un pacto simétrico: la dirección del gobierno federal da mayor ventaja. El punto unificador es recuperar el poder del estado y reconstituir un poder fragmentado usufructuado por los poderes fácticos.
El Estado de los poderes fácticos es un no-Estado. No hay visión ni horizonte. En lo único que todas las fuerzas implícitamente concuerdan es en ordeñar el presupuesto público –legal e ilegalmente– que sin una verdadera reforma fiscal depende de los recursos petroleros. Ha funcionado no como el monopolio de la violencia legítima, sino como el oligopolio indolente que compra su decadencia con la generosa distribución de privilegios a todos los poderes instituidos y fácticos.
El Pacto por México puede ser la autocrítica del régimen de los poderes fácticos. Autocrítica porque las propias fuerzas políticas contribuyeron a la deformación de la transición impidiendo que avanzara hacia una reforma del Estado. Restablecer el poder del Estado limitando y restringiendo a los poderes fácticos es un propósito no cumplido aún. Reconocer que ningún partido está en capacidad de gobernar por sí solo la pluralidad social, económica y cultural del país exige cambios en las prácticas políticas. Generar espacios que promuevan la iteración de acciones para construir un nivel básico de confianza entre las cúpulas de las tres fuerzas partidistas es indispensable, pero insuficiente.
Sus puntos débiles son tres. Uno, cómo se insertan en este arreglo las fuerzas políticas no partidistas. No se trata ni de una amalgama ni de cooptaciones; es un tema que toca el centro de un régimen democrático, la vinculación entre la sociedad política y la sociedad civil, el vínculo entre ciudadanos y gobiernos.
Segundo, el impulso a una cultura de la deliberación pública frente a la inercia de una cultura que como decía Martín Luis Guzmán está basada en el verbo madrugar y, como añadía Octavio Paz, se sustenta también en el verbo ningunear.
Tercero, cómo se articula con el Poder Legislativo y cómo incide en los gobiernos estatales. Es aquí donde se gesta y se promueve la regresión autoritaria.
Aunque lo más notorio ha sido la presentación concertada de reformas constitucionales, el pacto es un mecanismo de gobernabilidad inédito y, aunque temporal, indispensable hoy ante la creciente pluralidad social. Su misión histórica sería conducir al país, sin exclusiones, a la reconstrucción del Estado mexicano.

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