Adolfo Sánchez Rebolledo
A
lgo grave pasa en México cuando todos los procesos electorales concluyen con un sabor amargo. Elecciones y reformas van y vienen, pero la insatisfacción, aunque es distinta a la de otros tiempos, sigue presente en el ánimo de muchos mexicanos. La indiferencia (o el cinismo) se refleja en los montos de la abstención y en el descrédito de los políticos y los partidos, situación que aprovechan grandes intereses identificados con los poderes fácticos para beneficiarse en nombre del ciudadano imaginario. Es como si la vida democrática fuera un objetivo inalcanzable en el presente, una utopía de signos desconocidos e ininteligibles que ninguna norma consigue desentrañar. Se podrá discutir si hemos avanzado y cuánto en relación a lo que teníamos hace una o dos décadas, pero la verdad es que aún pisamos terrenos pantanosos, pues se han desvanecido las viejas seguridades institucionales, políticas e ideológicas pero no se ha forjado el nuevo principio capaz de sustituirlas, de crear, digámoslo así, un nuevo sentido común político y moral. Se teme a la restauración como si el presente, con sus ambigüedades y vacíos, no fuera ya de por sí un mundo aberrante, pero aun así vivimos en la improvisación continua, en el toma y daca de quien sella agujeros para remendar desajustes e imperfecciones que el viejo Estado no resiste. La inmediatez se impone, aun bajo el manto de las estrategias sexenales.
En dichas circunstancias, el gran problema de la sociedad mexicana actual, no es la vuelta imposible al pasado, la restauración tan temida, sino la incapacidad colectiva de vislumbrar el futuro en una perspectiva que, sin dejar de ser realista, avizore un nuevo modo de ser y estar en el mundo. México requiere jugar menos con las formas, cabe decir, con el discurso y la retórica, y pasar a discutir en serio sus aspiraciones, las deseables y las posibles. No basta con definirse por la democracia y la modernización de la economía y las relaciones sociales, como si el contenido de tales palabras resultara unívoco y transparente, pues en un país roto por la desigualdad y la violencia no todo es siempre y al mismo tiempo prioritario. Ni posible.
Por ejemplo, llevamos meses de autocelebración por el pacto, pero hasta ahora ninguno de los principales firmantes –ni el gobierno ni el PAN y el PRD-, fuera de reconocer las virtudes de cada propuesta juzgada por sus propios méritos y la necesidad del diálogo para allanar el camino, se atreve a prefigurar qué país tendremos a final de cuentas, lo cual incluye, por supuesto, al régimen político y a los fines del Estado. Para decirlo rápido: no sabemos qué país emergería de la aplicación de las reformas listadas en el pacto, pues aunque todas las fuerzas reconozcan la necesidad de la reforma educativa, la hacendaria o la energética, es obvio que los resultados finales dependen del modo concreto como se fijen los cambios, de su
representatividad, por decirlo así, pero también, y sobre todo, de su articulación (o no) entre ellas.
Por desgracia, aunque se insiste en la trascendencia de algunos cambios para alcanzar niveles decentes de crecimiento, aún no sabemos si el libre paso de las reformas será el embrión de una nuevo proyecto nacional en las condiciones del mundo globalizado o, apenas, la adaptación a marchas forzadas a la dinámica que el capitalismo más avasallador hoy le impone a la sociedad humana en su conjunto. Por eso la primera gran cuestión que tenemos por delante es la de saber si existen los elementos objetivos y subjetivos para desafiar las inercias de un orden internacional desigual e injusto, es decir, para lanzar una iniciativa histórica que le permita a México reordenar la vida pública a fin de superar la injusticia (que no la explotación) en la que vive, pues sería una quimera pretender avanzar con la cauda de miseria social que nos caracteriza. No se diga que no hay estudios, planteamientos y agendas alternativas a las que suelen presentarse como opciones únicas.
La propia UNAM ha trabajado en propuestas que están al alcance de la sociedad entera. Han sido elaboradas por especialistas con puntos de vista diferentes pero dispuestos a buscar soluciones acordes con la realidad pero también con la historia y las necesidades visibles de las grandes mayorías. No son las únicas elaboraciones, pues también las organizaciones sociales, la sociedad civil hace aportaciones legítimas que no pueden soslayarse ni siquiera en aras de la eficacia. La direccionalidad del proceso dependerá, claro, de la correlación de fuerzas y no del capricho de un grupo de notables. Un verdadero pacto social supone darle espacio a todas las voces, un acuerdo capaz de fijar la ruta para todo un periodo, y bajo ninguna circunstancia podría identificarse con la satisfacción de algunos intereses particulares muy poderosos. No es fatal que el nuevo ciclo reformista se traduzca en un orden más equilibrado y justo ni, por tanto, en un régimen político más representativo y democrático. El contenido de las reformas aún depende del esfuerzo legislativo: falta la letra chiquita y la expresión pública de la sociedad.
PS. Se ha ido el gran Alex Zenzes, y con él, uno de mis más viejos y queridos amigos. A finales de los años 50, poco antes de ingresar a derecho, Alex tenía como territorio los alrededores de Mixcoac, entre la Nochebuena y la Nápoles, justo en la calle Watteu, hogar familiar y templo de la cofradía juvenil de la que era líder indiscutido. Allí escuchaban rock, bebían cerveza, pero él, además, amaba la velocidad y los perros, el olor de la gasolina y el barro del hipódromo, donde corría contra los mejores. Temerario, hasta que las caídas lo bajaron de las motos con los huesos quebrantados, era una leyenda en el barrio. Entonces dejó la competencia, pero no el espíritu de aventura. Nada lo detuvo para cumplir sus sueños. Quiso ser navegante y nos llevó al mar en su pequeño bote de vela de Acapulco a Manzanillo ida y vuelta. Luego, la fuerza de carácter le permitió afrontar sin autocompasión problemas severos de salud y vivir a plenitud, con inteligencia y alegría junto a Kity, su esposa. Alex era un hombre de acción, metido en el traje del amoroso jefe de familia, capaz de hacer de la amistad una fraternidad, al que tampoco le era ajeno el gusto por la poesía y la música. Una imagen: con él subimos a Las Mercedes en la Sierra Maestra y el 28 de julio de 1960 estábamos en el Teatro Chaplin escuchando al Che inaugurar el primer Congreso Latinoamericano de Juventudes. Luego, entre los moles caseros de doña María se hizo empresario, sin perder la curiosidad por la vida y la inquietud crítica por el curso del país. Más de una vez ayudó a las causas justas, sin requerir nada a cambio de su independencia. Sabía preguntar y tenía opiniones propias. No te olvidaremos. Abrazo a Kity y a sus hijas Alejandra, Natalia y Valeria, así como a Gertrudis, Teresa y Carla, sus hermanas. Y a sus amigos de siempre, su hermandad.
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